¿Aún somos dueños de lo que compramos en la era digital?
evangelio | 18 abril, 2025

El avance de la tecnología ha transformado radicalmente la forma en que consumimos música, películas y libros.

Antes, adquirir un disco, un DVD o un libro significaba tener en nuestras manos un objeto físico del cual éramos claramente propietarios.

Por ejemplo, si alguien compraba el DVD de “El Señor de los Anillos” o el CD de “Abbey Road”, podía conservarlo indefinidamente, prestarlo, revenderlo o incluso reproducirlo sin conexión ni permisos externos.

Hoy, en cambio, gran parte del contenido cultural se accede a través de plataformas digitales bajo licencias de uso, lo que plantea una pregunta central: ¿seguimos siendo realmente dueños de lo que “compramos”?

Cuando se adquiere una película en iTunes o un álbum en Amazon Music, en realidad se está comprando una licencia limitada, sujeta a condiciones que pueden cambiar.

A diferencia de un DVD, que sigue funcionando sin importar lo que suceda con su distribuidor, el contenido digital puede desaparecer si la plataforma pierde los derechos o si el usuario incumple términos de servicio.

Esto ha ocurrido, por ejemplo, con películas que han sido retiradas de bibliotecas digitales sin previo aviso, incluso después de haber sido “compradas” por usuarios.

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Así, el consumidor queda atado a las decisiones de las plataformas y a su permanencia en el mercado.

Este modelo también ha modificado nuestra relación con el contenido. Servicios como Netflix, Spotify o Kindle Unlimited ofrecen acceso inmediato a catálogos inmensos mediante suscripciones mensuales, pero sin propiedad alguna.

Si un usuario deja de pagar, pierde todo acceso, sin importar cuántas veces haya visto una película o escuchado un álbum.

En contraste, un vinilo o un DVD puede acompañar al consumidor por décadas, pasando incluso de generación en generación. La experiencia digital, aunque conveniente, se convierte en algo efímero y dependiente.

En definitiva, la digitalización ha democratizado el acceso a la cultura, pero ha erosionado el concepto tradicional de propiedad. Comprar ya no significa poseer, sino acceder bajo condiciones.

Para los consumidores, esto implica una dependencia constante de servicios y una pérdida de control sobre su propia colección.

El debate sigue abierto: ¿preferimos la comodidad del acceso ilimitado, aunque pasajero, o el valor duradero de lo que realmente podemos llamar nuestro?

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