En Morelia, hay avenidas donde el movimiento no se traduce en ventas. El tráfico avanza, la gente cruza de banqueta a banqueta, pero los locales permanecen cerrados. Cortinas metálicas abajo, anuncios de “se renta” amarillentos por el sol y negocios que aparecen por unos meses para desaparecer sin dejar rastro.
No es abandono pleno ni colapso visible. Es una erosión silenciosa.
En tramos de Vasco de Quiroga y Ortega y Montañés, el patrón se repite con pequeñas variaciones. Donde antes había comercio cotidiano y relaciones estables entre vecinos y clientes, hoy hay alta rotación de giros, horarios reducidos y locales que nunca terminan de consolidarse. El flujo peatonal existe, pero ya no se convierte en permanencia ni en consumo regular.
El cambio no ocurrió de un día para otro. Fue progresivo. Primero cerró un negocio con años en la zona. Luego otro comenzó a operar menos horas. Después llegaron giros de resistencia: estéticas, casas de empeño, servicios mínimos, locales sin identidad clara. Son negocios diseñados para sobrevivir con márgenes bajos y poca inversión, porque nadie apuesta por quedarse demasiado tiempo.
Este comportamiento no es casual. Datos del Instituto Nacional de Estadística y Geografía muestran que, aunque la población de Morelia se ha mantenido relativamente estable, el comercio minorista enfrenta una alta rotación y una reducción en la vida promedio de los negocios pequeños. No se trata de una caída abrupta del consumo, sino de una redistribución hacia otros espacios: plazas comerciales cerradas, corredores nuevos o formatos de conveniencia.
En zonas cercanas al Centro Histórico de Morelia, la fragilidad adopta otra forma. La actividad comercial no desaparece, pero se interrumpe con frecuencia. Cierres viales, eventos públicos, marchas y plantones alteran el flujo de manera recurrente. Para los comercios pequeños, el problema no es un día malo, sino la acumulación de días irregulares que vuelve inviable la continuidad del negocio.
El efecto urbano es profundo. Menos comercio estable implica menos iluminación informal, menos vigilancia natural y menos vida en la calle. Las avenidas siguen cumpliendo su función vial, pero pierden su papel social y económico. Dejan de ser espacios de encuentro para convertirse en simples zonas de paso.
Hablar de esto como una “crisis general” simplifica el fenómeno. Tampoco se explica solo por renta alta o comercio digital. Lo que ocurre es una reconfiguración forzada del comercio urbano, empujada por cambios en hábitos de consumo, percepción de riesgo, costos fijos y una ciudad que ya no se recorre ni se habita igual.
Las grandes plazas y los nuevos corredores absorben parte del consumo que estas avenidas pierden. Las calles intermedias, las que durante décadas sostuvieron la economía barrial, quedan atrapadas entre ambos modelos: demasiado grandes para sobrevivir como comercio vecinal, demasiado pequeñas para competir como polos de consumo.
Las calles siguen ahí.
Los locales también.
Lo que se perdió es la estabilidad.
Y en esa pérdida discreta, casi invisible, Morelia está cambiando más de lo que parece cuando solo se mira el tráfico o los anuncios de inversión. Porque cuando una ciudad deja de comprar en sus propias calles, no solo cambia su economía: cambia su forma de vivirlas.