Balas de fe: iglesias evangélicas infiltradas por redes criminales en Michoacán
evangelio | 29 junio, 2025

En varias regiones rurales de Michoacán, la fe ha dejado de ser un refugio espiritual para convertirse en un instrumento de poder. Algunas iglesias evangélicas, lejos de ser ajenas a la violencia, han sido utilizadas por redes criminales como plataformas de legitimación social, financiamiento informal y control territorial. El fenómeno no es nuevo ni exclusivo del estado, pero en comunidades como Tepalcatepec, La Ruana o Turicato ha adquirido una dimensión particular: el púlpito como extensión de la plaza.

En contextos donde la presencia del Estado es frágil y la economía formal apenas se sostiene, las iglesias operan muchas veces sin mecanismos externos de fiscalización. Estudios académicos, como los elaborados por el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM, advierten que las asociaciones religiosas en México no están obligadas a declarar el origen de sus donaciones siempre que se presenten como aportaciones voluntarias. Esta falta de control ha sido señalada por organizaciones civiles como Signos Vitales, que han documentado casos donde comunidades enteras ven surgir templos con infraestructura y financiamiento desproporcionado respecto a su entorno.

En zonas bajo influencia del crimen organizado, este vacío ha sido aprovechado para inyectar dinero de procedencia ilícita en templos evangélicos, sin necesidad de intermediarios financieros. El objetivo no es solamente limpiar recursos, sino construir presencia social, ganar respaldo comunitario y consolidar liderazgo simbólico sin portar armas.

Pastores con doble lealtad

En varios municipios de Michoacán se ha documentado la participación activa de operadores del crimen organizado como miembros visibles de congregaciones. Algunos han llegado a asumir roles dentro de la estructura interna de las iglesias, ya sea como organizadores, patrocinadores o incluso predicadores improvisados. Esta forma de inserción social permite a los grupos criminales establecer una red de protección simbólica. El líder religioso actúa, en muchos casos, como mediador entre la población y el poder armado, generando una percepción de legitimidad que desactiva la sospecha.

El Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE) ha estudiado el vínculo entre religión y redes criminales en contextos rurales de México. Uno de sus hallazgos fundamentales es que las estructuras religiosas funcionan como “capital moral”, especialmente útil para organizaciones que buscan disfrazar su dominio territorial con un discurso de redención, cambio o castigo divino.

El uso de la religión como sustento de estructuras criminales no es una idea abstracta ni reciente en Michoacán. A lo largo de la última década, se han documentado grupos armados que integraron discursos religiosos en sus códigos de conducta, combinando fragmentos bíblicos con normas internas que justificaban la violencia como forma de “justicia divina”. Estas organizaciones exigían a sus integrantes apegarse a rituales de redención, asistencia regular a templos y la adopción de un lenguaje religioso que reforzaba la obediencia y la cohesión.

Incluso se distribuyeron manuales de comportamiento moral con referencias religiosas, donde se instruía a los miembros a evitar drogas, respetar ciertos principios familiares y ejercer castigos contra quienes rompieran sus normas. Algunas comunidades rurales presenciaron cómo templos evangélicos funcionaban no sólo como centros de culto, sino también como puntos de alineación ideológica con estos grupos. A pesar del paso del tiempo, en ciertos municipios los ecos de esa doctrina persisten. La estructura simbólica de la fe se mantiene como un vehículo útil para construir autoridad y reforzar la legitimidad de quienes controlan el territorio.

 

La fe como escudo comunitario

En comunidades pequeñas donde el crimen organizado forma parte de la cotidianidad, las iglesias evangélicas cumplen un doble papel: refugio espiritual para los fieles, y punto de observación para quienes controlan el territorio. Desde los templos se organizan reuniones, celebraciones, colectas y redes de asistencia. Pero también se gestiona la información: quién llega, quién se va, quién habla, quién se opone. Las iglesias, por su centralidad social y respeto simbólico, permiten ejercer control sin recurrir abiertamente a la violencia.

Investigaciones recientes sobre gobernanza criminal, como las desarrolladas por la red Global Initiative Against Transnational Organized Crime, han mostrado cómo las organizaciones delictivas en América Latina han incorporado espacios religiosos a sus estrategias de anclaje territorial. Michoacán no es la excepción.

Consecuencias y silencios

A diferencia de otras instituciones, las iglesias rara vez son auditadas o cuestionadas por la comunidad. Señalar a un pastor o desconfiar del templo puede representar una ruptura social grave o incluso una amenaza directa. Las personas que intentan denunciar la infiltración de criminales en estructuras religiosas suelen ser aisladas o silenciadas. El manto de lo sagrado actúa como escudo, no solo moral, sino también práctico. Y mientras tanto, la frontera entre lo religioso y lo delictivo se diluye ante la pasividad institucional.

En Michoacán, la fe ha sido utilizada como vía de penetración territorial, como cobertura social y como narrativa de justificación. La presencia de redes criminales en iglesias evangélicas no obedece a una conversión espiritual, sino a una estrategia calculada. Se infiltra el símbolo, se financia el templo, se toma la voz del púlpito. Así se gana comunidad, respeto y silencio.

La omisión del Estado ante esta infiltración revela no solo un vacío de vigilancia, sino una incapacidad para reconocer cómo el poder se construye en las estructuras más íntimas de la vida comunitaria. El templo, que debería ser un espacio de consuelo, se convierte en una pieza más del dominio armado.

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