La frambuesa dulce que adorna pasteles en Nueva York, la zarzamora que se ofrece como “superalimento” en Londres o el arándano congelado en Tokio tienen algo en común: muy probablemente provienen de los valles fértiles de Michoacán. Pero detrás de cada caja exportada hay una cadena de producción marcada por contrastes, y en muchos casos, por abusos invisibles.
En municipios como Zamora, Tangancícuaro, Los Reyes y Jacona, el auge de las berries ha transformado por completo el paisaje agrícola. Donde antes se cultivaban maíz, caña o chile ahora predominan túneles plásticos, hileras de riego y brigadas de jornaleros. Michoacán es ya el principal exportador de zarzamora en el mundo y uno de los líderes en frambuesa, gracias a una demanda global en ascenso. Pero el modelo de expansión es insostenible.
Jornaleros sin derechos
Cada temporada, miles de trabajadores, la mayoría jóvenes de comunidades rurales o migrantes internos, son contratados de manera informal. La paga, aunque superior a la del campo tradicional, rara vez incluye seguridad social, aguinaldo o protección frente a agroquímicos. Testimonios recopilados en la región de Tangancícuaro revelan jornadas de hasta 12 horas, sin contrato y con amenazas de despido si reclaman condiciones básicas.
Un jornalero entrevistado por Evangelio lo resume así: “Aquí no hay patrón que dé la cara. Nos maneja un ‘encargado’ que ni sabe leer bien. Si te enfermas, te vas”.
En algunas zonas, sobre todo donde operan exportadoras intermediadas por fondos extranjeros, se han denunciado condiciones cercanas al trabajo esclavo.
El agua que no regresa
El otro gran costo oculto es el uso intensivo del agua. Cada hectárea de berries puede requerir entre 5 y 10 veces más agua que un cultivo tradicional. En comunidades como La Rinconada y Ario de Rayón, ejidatarios aseguran que los pozos comunitarios han bajado su nivel drásticamente desde que las huertas de berries llegaron.
Además, muchos de los nuevos cultivos usan pozos perforados sin registro, con mangueras ocultas entre túneles plásticos. Aunque existen normativas de CONAGUA, las inspecciones son escasas y, en ocasiones, los inspectores son recibidos con amenazas o sobornos.
Monocultivo y desplazamiento
El modelo de producción intensiva, promovido por grandes comercializadoras, ha generado también una reconcentración de la tierra. Campesinos que antes sembraban para autoconsumo han rentado o vendido sus parcelas ante la promesa de ganancias rápidas. Pero en muchos casos, los contratos los dejan fuera del negocio a los pocos años, y sin tierra para volver.
Los pequeños agricultores se enfrentan ahora a un entorno dominado por empresas que controlan semillas, químicos, logística, empaque y distribución. “Ni siquiera sabemos a quién vendemos. Nos piden el producto, lo pesan en su báscula, lo empacan ellos y luego nos dicen cuánto es”, afirma un productor en Jacona.
¿Quién regula?
Si bien algunas empresas cumplen con normativas internacionales y buscan mejorar condiciones, el problema es la falta de supervisión estatal y federal. La Secretaría del Trabajo apenas tiene inspectores en la región. La Coepris y la Conagua no cuentan con diagnósticos públicos actualizados sobre las condiciones sanitarias y hídricas de la zona.
Además, el crecimiento del sector se ha dado con apoyo de políticas públicas que priorizan la agroexportación sin criterios sociales ni ambientales, bajo el argumento del “crecimiento económico”.
Frutos dulces, raíces amargas
Mientras las berries michoacanas conquistan mercados de lujo en Estados Unidos, Canadá, Europa y Asia, las condiciones en que se producen siguen marcadas por la opacidad, el despojo y la desigualdad.
Lo que debería ser un ejemplo de éxito rural y sofisticación agroindustrial, corre el riesgo de convertirse en una nueva versión de la vieja historia del campo mexicano: una que alimenta al mundo, pero no a quienes la trabajan.