En la Meseta Purépecha y otras regiones forestales de Michoacán, la tala ilegal ya no solo ocurre a escondidas. En los últimos años, la devastación de los bosques comunales ha tomado una forma más compleja y silenciosa: convenios ejidales firmados bajo presión o con líderes cooptados, que permiten a grupos ligados al crimen organizado extraer madera a plena luz del día, con documentos en mano y maquinaria operando sin restricciones.
El fenómeno, más difícil de rastrear y sancionar que la tala clandestina tradicional, ha prendido alertas entre organizaciones ambientales, autoridades agrarias y defensores del territorio, quienes advierten una normalización del despojo forestal amparada por una falsa legalidad.
“Nos quitaron el bosque con papeles”
En una comunidad de la zona de Paracho, un grupo de comuneros denuncia que su bosque ha sido entregado por el propio consejo comunal a operadores de aserraderos ligados a estructuras criminales.
“No llegaron armados. Llegaron con notario”, relata uno de ellos. “La mayoría de nosotros ni siquiera supimos que se iba a firmar, pero el comisariado dijo que era por el bien de todos”.
Los convenios, según explican, otorgan el “aprovechamiento forestal” a terceros, supuestamente con fines comerciales legales. Pero en la práctica, la madera es extraída de manera intensiva, sin respetar límites ecológicos ni procesos de reforestación, y se transporta de inmediato hacia puntos de venta informal.
Mecanismo: presión, firma y explotación
Las modalidades varían. En algunos casos, los acuerdos son firmados con anuencia de líderes ejidales que han sido cooptados o amenazados. En otros, la división interna se produce tras asambleas manipuladas, donde se convoca solo a una parte de los comuneros, lo que permite validar decisiones sin consenso real.
Una vez firmado el acuerdo, los grupos taladores ingresan con maquinaria pesada, comienzan a cortar zonas enteras de pino o encino y pagan una cuota simbólica a los representantes firmantes. La comunidad, mientras tanto, pierde control sobre su territorio y queda atrapada entre la legalidad formal del convenio y el vacío ambiental que deja la tala.
Autoridades sin capacidad de respuesta
Fuentes consultadas en la Procuraduría Federal de Protección al Ambiente (Profepa) reconocen la dificultad para actuar en estos casos. “Cuando llegamos, nos muestran un convenio firmado por el comisariado o el consejo. Mientras no se demuestre que hubo coacción, no podemos proceder”, señala un inspector forestal que ha recorrido la zona de Nahuatzen y Cherán.
La paradoja es que, a pesar del evidente deterioro ambiental, los papeles protegen la operación, aunque esta favorezca intereses criminales y no respete ninguna regulación ecológica. La ley agraria otorga amplias facultades a los núcleos ejidales y comunales, lo que deja un margen de maniobra que ha sido explotado por el crimen organizado como fachada legal.
Detrás de la tala, estructuras criminales
Activistas locales y autoridades comunitarias identifican la participación de grupos armados que operan en la zona de Uruapan, Los Reyes y Paracho, donde la tala se ha convertido en una fuente de ingresos paralela al tráfico de drogas y la extorsión. En algunos casos, los propios cortadores son desplazados o trabajan bajo vigilancia armada.
También se ha detectado el uso de empresas fantasma o transportistas sin registro ambiental, que trasladan la madera a aserraderos tolerados por autoridades municipales o estatales. La trazabilidad de la madera, denuncian organizaciones civiles, es prácticamente nula en estos esquemas.
Comunidades divididas, ecosistemas al borde
Los efectos no solo son ecológicos. En comunidades donde la tala ha sido impuesta por acuerdos amañados, la división social ha escalado. Algunas familias defienden el bosque y han iniciado rondas comunitarias, mientras otras aceptan los beneficios inmediatos del convenio o temen represalias si se oponen. En zonas como Capácuaro o Arantepacua, estas fracturas han derivado en conflictos internos que impiden cualquier defensa organizada del territorio.
“El bosque ya no se lo llevan a escondidas, ahora lo negocian como si fuera mercancía comunal”, explica un integrante de una brigada forestal que opera de forma autónoma. “Y aunque nosotros queramos intervenir, si el papel está firmado y el camión tiene escolta, nadie los detiene”.
Sin reforestación, sin reparación
En la mayoría de los casos documentados, no hay indicios de que exista un plan de reforestación posterior al corte. Las comunidades afectadas tampoco reciben compensaciones ambientales ni apoyos gubernamentales para restaurar el ecosistema. Cuando los árboles desaparecen, también lo hacen los ciclos hídricos, la fauna, el suelo fértil y la posibilidad de recuperar el equilibrio natural en las siguientes generaciones.
“Esto es despojo ambiental con legalidad simulada”, advierte una abogada agrarista que acompaña procesos comunitarios en Nahuatzen. “Lo más grave es que muchas de estas decisiones no se pueden revertir sin un largo juicio agrario, mientras el bosque sigue cayendo”.
Epílogo: tala institucionalizada
El problema ya no es solo la tala, sino la estructura que la permite. En Michoacán, la figura de los convenios ejidales y comunales, pensada originalmente para el autogobierno y la administración colectiva del territorio, ha sido pervertida en múltiples casos para encubrir intereses criminales con apariencia de legalidad.
A medida que las instituciones ambientales pierden capacidad de fiscalización y las comunidades son debilitadas por el miedo o la división interna, los árboles caen más rápido que la voluntad estatal de intervenir.