En un estado donde la desaparición de personas ha dejado de ser noticia para convertirse en rutina, la muerte de un joven estudiante todavía es capaz de conmover, de exigir respuestas.
El 13 de abril, Carlos Eduardo Castro Matías, estudiante de la Escuela Normal Rural “Vasco de Quiroga” de Tiripetío, dejó las instalaciones de su escuela sin saber que no volvería. Seis días después, su cuerpo apareció tirado en una brecha del municipio de Lagunillas, maniatado, baleado, cubierto por una cobija. Y con él, la memoria inmediata de una violencia que no cesa y una indiferencia institucional que persiste.
Carlos tenía 21 años y era originario de San Francisco Pichátaro, una comunidad indígena del municipio de Tingambato. Cursaba sus estudios en una de las escuelas más emblemáticas del país por su papel en la formación de maestros rurales y por la tradición de organización social que la distingue desde hace décadas. En ese entorno se formaba Carlos: entre lecturas, asambleas, prácticas comunitarias y una vocación que iba más allá de la pizarra.
El domingo en que desapareció, salió de la Normal acompañado por otro estudiante, según reportes. Se desconoce públicamente el destino hacia el que se dirigían. La denuncia de su ausencia fue presentada de inmediato, y durante casi una semana se desplegó una búsqueda encabezada por familiares, compañeros y comuneros de distintas regiones. El viernes 18 de abril, su cuerpo fue hallado a un costado de la carretera Morelia–Pátzcuaro, en un terreno del municipio de Lagunillas. Presentaba impactos de bala, estaba atado de manos y pies, y mostraba un avanzado estado de descomposición.
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La noticia desató indignación. La Organización de Normales Oficiales del Estado de Michoacán (ONOEM) denunció la falta de atención oportuna por parte de las autoridades y exigió justicia. El Consejo Comunal de Arantepacua, por su parte, acusó al gobierno estatal de hostigar a quienes se movilizaron para buscar a Carlos. A pesar de los pronunciamientos, la Fiscalía General del Estado no ha ofrecido avances públicos relevantes ni ha informado sobre personas detenidas en relación con el caso.
El sábado 19, la comunidad de Pichátaro despidió a Carlos con una ceremonia multitudinaria en la plaza principal del pueblo. Lo acompañaron estudiantes, docentes, habitantes de comunidades vecinas y autoridades comunales. Su cuerpo fue llevado al templo parroquial para recibir la bendición y posteriormente sepultado en el panteón local.
En torno a su asesinato también han circulado versiones encontradas. Aunque la mayoría de los pronunciamientos han girado en torno al reclamo de justicia y a la exigencia de que se esclarezca el crimen, algunos medios locales han difundido hipótesis no confirmadas sobre aspectos de su vida personal, deslizando que podría haber enfrentado situaciones ajenas a su condición estudiantil. La información no ha sido corroborada por las autoridades ni por sus compañeros. Voces cercanas a la comunidad normalista han pedido que se evite la especulación y que el tratamiento informativo del caso se realice con respeto, sin criminalizar a la víctima ni desviar la atención de lo central: el derecho a vivir y a ser buscado con la misma urgencia.
Carlos Eduardo no era un número. No era un caso más. Era un joven que aspiraba a enseñar. Que salía de su comunidad para volver un día con herramientas, con libros, con voz. Su asesinato, más allá del horror, deja al descubierto un patrón que se repite en el país: estudiantes rurales que desaparecen, que son hallados sin vida, y cuya historia suele diluirse entre expedientes inconclusos y silencios oficiales. En México, más de 115 mil personas están desaparecidas. En Michoacán, la violencia no cede. Y entre los más vulnerables siguen estando los jóvenes indígenas, los que estudian, los que se organizan.
Su crimen obliga a mirar donde preferimos no hacerlo: a ese país donde querer educar también puede costar la vida.