Un pelotón de turistas se dispone a entrar al Mercado de la Boqueria, en plena rambla de Barcelona, Catalunya. Antes de lograr su objetivo, son retenidos bruscamente por dos policías que echan a andar un protocolo casi improvisado. “Está cerrado, está cerrado, todos afuera”, gritan sin lograr controlar del todo a la multitud.
“Close? Why?”, pregunta una rubia desorientada y no obtiene respuesta alguna. Pasa de las dos de la tarde y el apagón eléctrico que se ha registrado en algunos países de Europa ya también ha alcanzado a esta parte del Estado español, aunque parece que poco le importa a un sector de los visitantes, quienes siguen caminando y disparando con su cámara todo lo que encuentran a su alrededor.
“Será mejor que vayáis a su hotel, todo Barcelona está sin luz. No hay metro ni nada”, advierte otro guardia a las afueras de un museo para dejar en claro que lo que empieza a ocurrir en este lunes de abril no es una broma y, por el contrario, es algo que va para largo.
Como si de una película hollywoodense y apocalíptica se tratara, a partir de ese momento las sirenas de las ambulancias, patrullas y bomberos no dejan de resonar constantemente por las calles de la ciudad.
Desde el centro y hasta las orillas de esta Barcelona catalogada como urbe de primer mundo, reina el caos: gente atrapada en los vagones del metro, trenes varados en la mitad de la nada, aeropuertos atiborrados, hospitales funcionando con transformadores de emergencia, centros escolares desalojados y semáforos viales averiados que provocan ingobernabilidad en los ya de por sí iracundos automovilistas.
La especulación no se ha hecho esperar: a nivel internacional se habla de un ciberataque, pero nadie se atreve a nombrar al grupo responsable detrás de ello.
El gobierno español, comandado por el presidente Pedro Sánchez, opta por ser más reservado al afirmar que no hay versiones concluyentes y que lo importante, por ahora, es restablecer la energía eléctrica.
En la zona centro de Barcelona, esta suerte de fin del mundo le ha venido bien al turista promedio. Sin escándalos ni temores como intermediarios, han ocupado las mesas de los bares para aplicar esa máxima que reza, hoy mejor que nunca, el “beber como si no hubiera un mañana”.
Pero en la medida en que uno se va alejando del área turística y comercial, los problemas van apareciendo uno tras otro. La ciudad se vuelve más real, sin máscaras de primer mundo o discursos románticos e idealizados que la protejan. La Barcelona de las periferias “saca el cobre”, como se dice coloquialmente en México.
Los micronegocios se niegan a cerrar, y en medio de la oscuridad, esperan el ingreso de clientes que los ayuden a solventar los gastos del día. Pero nada. En esta codependencia bancaria y adictiva a las tarjetas de débito o crédito, pocos son los ciudadanos que cargan euros en sus bolsillos.
Pasan las horas. Los trabajadores de las empresas más grandes aguardan a cumplir con su turno laboral, los autobuses están a tope de pasajeros, como sucede cualquier día en el transporte público de la Ciudad de México, mientras que otros prefieren caminar a sus destinos.
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También, en la medida que pasa el tiempo, la paciencia se va agotando. El conflicto se presenta como el gran protagonista de las calles. En la avenida Aragó, un adulto mayor utiliza su bastón para golpear a otro hombre que no recula y amaga con responder la agresión.
Apenas unos metros adelante, el supermercado Mercadona presume de ser de los pocos con luz eléctrica y pago con tarjeta disponible. Como en los momentos de mayor crisis durante la pandemia, este héroe vestido de multinacional capitalista genera que en medio de los pasillos se liberen las compras de pánico y los estantes comiencen a vaciarse.
“Tíos, cubran la nevera, que si no la comida se echa a perder”, advierte insistentemente una de las trabajadoras a los clientes, quienes, en una postura de jauría dispuesta a cazar a su presa, ignoran una y otra vez la información proporcionada.
Son casi las nueve de la noche y las calles se vuelven más salvajes. En Badalona, municipio colindante de Barcelona, los vecinos han logrado retener a un presunto ladrón que intentaba colarse a uno de los departamentos del barrio de Santa Coloma de Gramenet.
La policía ha llegado en cosa de segundos y ha tenido que acordonar la zona para evitar la mirada de los curiosos, pues se sabe que el chisme es uno de los lenguajes universales que nos sobreviven. Mientras los elementos catean los bolsillos del acusado y lo cuestionan minuciosamente, cada uno de los testigos comienza a relatar su versión de los hechos.
“Se ha subido por ahí y lo ha pillao la policía secreta”, dice uno; “Yo lo tengo grabado, el cómo se saltó de lado a lado”, comparte otro. Finalmente, la Policía Nacional decide que hay elementos suficientes para llevarlo a la comisaría y la reacción multitudinaria no se hace esperar en la avenida.
Como un Jesucristo en la antesala de ser crucificado, la lista de insultos que se vierten desde la muchedumbre acompaña al señalado durante su corto camino a la patrulla: “¡Ladrón!”, “Desgraciado, vete a tu tierra a robar”, “Cortarle las manos”, “Ya estamos cansados, tíos” y “Lo que pasa es que esto es España”, se les escucha decir a la mesa de jueces espontáneos que se ha conformado.
La eventualidad eléctrica ha orillado a los vecinos a salir a los balcones de sus departamentos. Ya sea para montar veladoras, lámparas de baterías o hasta una fogata para cocinar, pero han decidido pasar los últimos momentos del lunes bajo el valioso reflejo de la Luna.
Los que tienen la posibilidad, encienden la radio y le dan seguimiento al minuto a minuto de la crisis. Han pasado casi diez horas desde el apagón, y en este túnel catalán, sigue sin vislumbrarse la luz.