Apenas pasa de las nueve de la noche cuando unas diez personas protagonizan una batalla campal en la parte de adelante. Se intercambian golpes a placer ante la mirada pueril de los pobres hombrecillos que han sido designados como el personal de seguridad. No saben cómo reaccionar, qué protocolo se debe seguir ni mucho menos si vale la pena intervenir. La violencia va escalando, hasta que aparece el redoble de batería de Nuestra alegre juventud.
Como si de un acto milagroso se tratara, aquella canción de La Polla Records, que ironiza sobre las precariedades sociales, termina por disolver la pelea. Por más de dos horas, los grupos antagónicos no solo tendrán que tolerarse, sino que, con el paso del concierto, terminarán enfrascados en abrazos llenos de esa sangre que previamente derramaron.
La cita para ver el regreso de Evaristo Páramos a México, tras 14 años de ausencia, es en la Arena CDMX. El lugar es tan cómodo que incomoda a los punks. Pese a que el 80 por ciento de los asistentes son esos viejos cuarentones y cincuentones que crecieron junto a la música de La Polla- y que incluso ya hay algunos que caminan con bastón-, el espacio se siente ajeno.
—A ver banda, vamos a lanzar una porra para los de abajo… una, dos, tres: ¡Los de abajo son putos! —, se escucha gritar desde la zona de gradas en coro y a modo de reclamo a aquellos que, con mayor poder adquisitivo, tuvieron los recursos para comprar los boletos más caros.
—¡Ora, pinches capitalistas! —, les reprocha otro con cerveza en mano, mientras recibe rechiflas y señas obscenas como respuesta.

El retorno del cantante vasco que se ha distinguido desde 1979 por crear música con contenido político y crítica social, ha estado rodeado de polémica. Desde el primer momento se le ha acusado de faltar a su palabra por aceptar tocar en ese gigantesco recinto de la empresa Avalanz, cuyo propietario principal es Ricardo Salinas Pliego, uno de los magnates más detestables de este país.
Una de las grandes victorias del capitalismo moderno, es hacernos sentir culpables todo el tiempo por nuestras incongruencias. Porque en efecto, lo somos. Este sistema se ha infiltrado en cada ámbito y espacio de la vida, que resulta casi imposible huir de él y sus mecanismos de supervivencia.
Pero Evaristo no busca justificarse ni darse baños de pureza, por el contrario, acepta en sus letras con ironía que él es un elemento más que el sistema utiliza para despistar, que odia el dinero y cobra por tocar, pero también deja en claro que no le interesa que le montes una batalla para saber quién es el más punk del condado.
Incluso, en entrevistas recientes, ha admitido que vive mucho mejor de lo que se ha venido quejando en sus canciones por más de 40 años. “Hemos vivido de criticar a la sociedad, ¿no querían sinceridad punk?”, expresó sin tapujos al entrevistador mientras se bebía un té caliente en la comodidad de un bar.
Es, quizá, desde la trinchera del público donde se ha forjado la imagen de un Evaristo prócer, filósofo contestatario y emblema de por lo menos tres generaciones que siguen apostando por el ruido más radical. Y en ese sentido, el personaje que hemos construido colectivamente se sigue sosteniendo sólidamente sobre el escenario.

Tiene 65 años, arrastra un pasado de excesos, y sin embargo se mueve. Es lo más cercano que tenemos a la personificación de ese concepto tan básico, pero al mismo tiempo indefinible: el punk. Camina de un lado a otro con su playera en la que se lee “No Germans, No English, No Dogs”, se prende un cigarrillo, se abofetea en su mejilla arrugada de vez en vez, menea su canosa cabellera, hace gesticulaciones de masturbación, de extracción de mierda y escupe hacia el suelo cada tres segundos. Es una suerte de Mick Jagger, pero moldeado de manera irreverente e inmoral.
A excepción de algunas bromas sin mayor relevancia, decide interactuar poco con el público mexicano, pero a cambio, los bombardea de canciones que abordan todos sus proyectos: La Polla Records, The Meas, The Kagas, Gatillazo y Tropa Do Carallo. En su lírica, encontramos los problemas de siempre: el abuso policial, la esclavitud laboral, las democracias simuladas, la falta de vivienda digna, el cinismo de la clase política, la ausencia de igualdad social, la marginación, la migración, el rock de combate y la reivindicación.
Ya no son los 80´s y la falta de caóticos slams frente al escenario así lo delatan. Salvo aquellos himnos como No somos nada, Delincuencia, Txus o Igual para todos, el ritmo de la energía del público es de nivel medio, por lo menos en cuanto a intensidad. Sin embargo, todo pasa por lo emocional y lo nostálgico. Frente a nuestros ojos, está el último bastión del género musical que se rebeló contra el mundo. “No logramos el relevo generacional, así que esto se acaba con nosotros”, me había dicho un amigo días atrás a modo de reflexión.
—Bueno, hacemos 14 temas más y nos vamos—, dice en el micrófono Evaristo en una de las pocas pausas que se permite. En total, son 42 canciones las que se contemplan en el setlist que ha recorrido Latinoamérica en este 2025. Pero con todo y ello, nadie está satisfecho al 100 por ciento. Más tarde, entre los mingitorios del baño, se escuchará a los veteranos del rock citar aquellas tonadillas que faltaron. Señal de que la herencia del viejo es amplia.
Como no podía ser de otra forma, la noche del 20 de junio cierra con Ellos dicen mierda, esa oda musical que sirve de consuelo ante la inevitable y persistente derrota social a la que nos hemos enfrentando sin importar en qué parte del mundo te encuentres. Tras el último estribillo en el que nos deja “el orgullo para seguir de pie”, no hay despedidas prolongadas ni discursos melodramáticos. Con un simple guiño dirigido a un punto impreciso, Evaristo dice adiós y desaparece del escenario.
A las afueras de la Arena CDMX, el contingente de punks avanza hacia la estación del metro. Lo hacen en paz y sin disturbios de por medio. Mientras me uno a la caminata, pienso que el otro gran triunfo del capitalismo es hacernos creer que las cosas son así y que no hay manera de cambiarlo. Pero también me convenzo de que se trata de una victoria pasajera, que mientras las letras de Evaristo Páramos sigan calando y revitalizando en el espíritu transformador de la música, valdrá la pena volver a intentarlo, y volver a intentarlo, y volver a intentarlo…
