En ciertos rincones del mundo, donde la violencia es paisaje cotidiano y la religión ha sido capturada por la guerra, las palabras de un niño pueden estremecer más que el estruendo de las bombas. No porque griten, sino por lo que dicen con total calma: que quieren morir. No por accidente ni enfermedad, sino como parte de una cruzada, de una promesa sagrada, de una guerra que se les ha explicado como destino.
Documentos audiovisuales captados en zonas de conflicto de Medio Oriente, y que aún circulan en redes sociales o archivos televisivos, han mostrado durante años a niños que, al ser preguntados por su futuro, no mencionan oficios ni juegos ni sueños, sino un solo objetivo: convertirse en mártires. Algunos pronuncian la palabra “yihad” como si se tratara de una vocación escolar, y otros aseguran que “al morir por su fe, vivirán para siempre”.
Aunque estos materiales datan de décadas recientes, su contenido sigue siendo vigente como radiografía de una infancia tomada por la retórica del conflicto. Detrás de cada frase repetida hay no solo un adoctrinamiento, sino también una fractura más profunda: la ausencia de otras posibilidades.
Este fenómeno no es nuevo, pero sigue siendo uno de los más difíciles de enfrentar. Diversos informes de UNICEF, Save the Children y el Consejo de Seguridad de la ONU han advertido sobre la utilización sistemática de menores por parte de grupos armados. Desde Gaza hasta Siria, de Afganistán a Yemen, la infancia ha sido moldeada, y a veces quebrada, bajo discursos de odio, promesas de redención y estructuras educativas que normalizan la muerte como aspiración.
En algunos contextos, el entorno entero colabora. Escuelas religiosas controladas por milicias, materiales didácticos con mensajes de glorificación del sacrificio, medios de comunicación que legitiman la figura del mártir infantil y tutores que repiten, sin matices, que la violencia contra quienes no comparten su fe es justificable.
Todo ello ha creado una pedagogía de la fatalidad: niños que no conciben otra ambición más que la inmolación. En zonas donde la ocupación militar, el desarraigo o el trauma colectivo son permanentes, las nociones de identidad y propósito se ven reducidas a una idea única: “morir por algo”.
¿Es esto islam?
Frente a estas imágenes, niños que invocan la “guerra santa”, adultos que legitiman el odio, surge inevitablemente una pregunta: ¿es esto lo que enseña el islam?
La respuesta, aunque incómoda para algunos, es clara: no. El término yihad, que se ha traducido en muchos contextos como “guerra santa”, no aparece en esos términos en el Corán ni en la teología clásica del islam. En su significado original, yihad alude principalmente a un esfuerzo interno del creyente, una lucha espiritual contra sus propias debilidades.
Si bien existen en el Corán versículos que hablan del combate, estos se refieren a situaciones específicas de defensa, con límites estrictos: no atacar primero, no matar inocentes, buscar la paz si el adversario la propone. El asesinato de civiles, el odio religioso, la violencia como primer recurso, todo ello está expresamente prohibido en la mayoría de las escuelas islámicas tradicionales.
Lo que hacen los grupos extremistas es otra cosa: extraer frases fuera de contexto, omitir pasajes moderadores, y construir una doctrina de muerte donde antes había principios éticos y legales. Su versión del islam no es la única posible; es una versión manipulada, usada como herramienta política, territorial y propagandística.
Esta aclaración no minimiza el peligro, pero ayuda a comprender que lo que vemos en los videos no es una religión entera, sino una facción que ha hecho de la religión su arma.
La guerra como herencia
A diferencia de los ejércitos formales que esconden sus infancias bajo uniforme, los grupos extremistas han hecho del niño un símbolo. No solo los entrenan, los filman. Los muestran. Los colocan como estandarte propagandístico, como prueba de una fe más “pura” que no ha sido tocada por el mundo adulto. Pero detrás de esas imágenes hay otra verdad: el dolor heredado.
Muchos de estos menores han perdido a sus padres, han visto morir a sus hermanos o han vivido bajo bombardeos. La violencia no es para ellos una excepción, sino el orden natural. La muerte, una promesa de gloria.
Sin intervención, sin educación crítica, sin contención psicológica ni esperanza concreta, estos niños repiten lo que han aprendido como lo único posible. No porque sean fanáticos, sino porque nadie les mostró otro camino.
Hablar de estos casos exige una precisión ética: no se trata de culpar religiones ni culturas, sino de visibilizar cómo el extremismo se infiltra en las grietas del abandono, la guerra y la desesperanza. Los menores radicalizados no son verdugos, son víctimas. Su sonrisa mientras mencionan el martirio no es símbolo de convicción, sino de ruptura.
Y, sin embargo, en esas declaraciones hay una contundencia difícil de ignorar. Cuando un niño responde que no quiere otra cosa en la vida más que morir por su fe, no estamos escuchando a un creyente, sino a alguien que ya fue despojado del futuro.
El peligro silencioso
Las consecuencias de este fenómeno no se limitan a los territorios donde ocurre. El riesgo está en su normalización. En que el mundo observe sin actuar, sin preguntar por qué un menor repite que matar o morir es sagrado. En que se archive como anécdota lo que en realidad es una tragedia estructural.
Estos niños no nacieron creyendo en la violencia. Alguien se la enseñó. La escucharon tantas veces que la convirtieron en destino. Y si no se rompe ese ciclo, seguirán creciendo generaciones para las que la vida no es un derecho, sino una moneda que se ofrece antes de tiempo.
Este tipo de discursos sembrados en la infancia no se quedan en lo local. Hoy, mientras se libran guerras abiertas en Gaza, Yemen o Siria, mientras Europa debate cómo lidiar con células radicalizadas, mientras aumenta el temor a nuevos atentados o a discursos de odio en nombre de la religión, estas ideas continúan circulando, formando identidades, justificando acciones.
Por eso es relevante hablar de ello. No para estigmatizar a una religión ni para alimentar prejuicios, sino para entender el origen de un fenómeno que sigue vivo: el adoctrinamiento de menores como estrategia de guerra. Porque solo entendiendo cómo empieza, puede el mundo evitar cómo termina.