El reciente escándalo que involucra al exgobernador de Michoacán, Silvano Aureoles Conejo, revela una alarmante muestra de corrupción, uso patrimonialista del poder y desvío multimillonario de recursos públicos. Durante su administración (2015–2021), el gobierno estatal destinó más de 5 mil 186 millones de pesos para la construcción de siete cuarteles regionales de la Policía Michoacán. Lo que debía ser una infraestructura al servicio de la seguridad pública terminó convertido en un símbolo de opulencia para unos y abandono para otros.
Cada cuartel, en apariencia, integraba todo lo necesario para fortalecer las operaciones policiales: dormitorios, comedor, cocina, gimnasio, áreas administrativas, helipuerto y centros de videovigilancia tipo C5i. Sin embargo, las inspecciones recientes revelan una realidad mucho más cruda: sistemas eléctricos inservibles, goteras, bardas inconclusas, armerías que no cumplen con la SEDENA, cámaras apagadas y al menos dos cuarteles —La Piedad y Las Cañas— que simplemente no funcionan.
Pero lo más indignante no está en lo que falta, sino en lo que sobró para el poder. Cada una de estas instalaciones incluía una zona denominada internamente como “la casa de gobierno” —una especie de suite privada para el gobernador— equipada con una recámara principal, dos recámaras secundarias, baños completos, sala-comedor amueblada, televisión, aire acondicionado, estancia con asador y acceso exclusivo al helipuerto. Solo personal de limpieza y administrativo podía entrar. Los policías, no.
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El contraste es brutal: mientras los elementos operativos debían dormir en espacios reducidos y mal acondicionados, en la planta alta de los cuarteles se reservaban habitaciones de lujo solo para el uso del gobernador. Espacios que, lejos de ser improvisados, respondían a un diseño sistemático que se replicó en cada uno de los inmuebles construidos durante su sexenio.
Por si fuera poco, se ha confirmado que algunos de los cuarteles ni siquiera están legalmente a nombre del estado, lo que impide que el gobierno actual pueda invertir en mejoras o mantenimiento.
“Tenemos un bien a nuestro servicio, pero no lo podemos aprovechar”, reconoció recientemente el secretario de Seguridad Pública estatal, Juan Carlos Oseguera.
Hoy, Silvano Aureoles está prófugo, con una orden de aprehensión vigente y ficha roja de la Interpol. La Fiscalía General de la República investiga su probable responsabilidad en delitos de peculado, lavado de dinero y asociación delictuosa. Ya hay cuatro exfuncionarios detenidos. A él, se le señala directamente por el desvío de recursos durante su administración y por haber usado el aparato del Estado como una extensión de su residencia.
Los cuarteles, pensados como fortaleza de la ley, terminaron como evidencia de una política que confundió poder con propiedad. Y mientras Michoacán enfrenta los estragos de la violencia, las “casas de gobierno” de Aureoles —esas que nadie habitó más que él— permanecen intactas: como ruinas de lujo en un estado urgido de justicia.