El gobierno de Cuba, a través de su ministro de Relaciones Exteriores, reafirmó el domingo 18 de noviembre de 2025 que el país norteamericano estaría empleando subterfugios legales y diplomáticos para legitimar lo que denomina “una agresión” contra Venezuela y su presidente, Nicolás Maduro. En un mensaje publicado en la red X, el titular responsabilizó al secretario de Estado estadounidense de liderar una estrategia diseñada para vincular al chavismo con el narcotráfico y el terrorismo, y con ello crear un pretexto para una intervención militar.
El señalamiento cubano llega en un contexto de escalada estratégica: Washington ha desplegado buques de guerra y vehículos robóticos en aguas del Caribe cercanas a Venezuela, además de designar a estructuras como el Cártel de los Soles, al que vincula directamente con el régimen venezolano, como organización terrorista extranjera. Para La Habana, este conjunto de acciones no se limita a la lucha contra el narcotráfico, sino que forma parte de una operación más amplia de cambio de régimen, lo que vulnera la soberanía venezolana y altera el equilibrio geopolítico regional.
Desde la perspectiva cubana, el escenario es claro: EUA desplegaría “todo el recurso de su aparato militar” para instalar un nuevo orden político al sur del continente. Más allá de la retórica, este enfoque tiene implicaciones reales: la movilización naval y el aumento de misiones conjuntas con países del Caribe multiplican las señales de que estamos ante más que un gesto diplomático. Venezuela, por su parte, ha respondido anunciando ejercicios militares y movilización masiva de milicias, lo que también alimenta la tensión.
Para la región latinoamericana este episodio encierra tres dilemas estructurales. Primero, la creciente normalización del discurso “intervencionista” en el hemisferio occidental abre un precedente de militarización sin consenso multilateral. Segundo, el hecho de que un país como Cuba, tradicional aliado de Venezuela, actúe como vocero diplomático, indica que lo que está en juego trasciende lo bilateral. Tercero, mientras más se presenta la lucha contra el narcotráfico como coartada para intervenciones externas, más debilita las instituciones regionales de paz, seguridad y resolución diplomática.
En ese marco, la denuncia cubana funciona como una alerta: advierte que la solución a la crisis venezolana, económica, política, humanitaria, no se resolverá únicamente con sanciones o despliegues militares. Por el contrario, exige una aproximación regional renovada, que respete la soberanía, but también que fortalezca mecanismos de verificación independientes, transparencia sobre intereses reales y un diálogo efectivo.
Quien observa desde afuera, particularmente en México y otros países latinoamericanos, puede advertir que la intersección entre combate al narcotráfico, cambio de régimen y despliegue militar podría acabar transformándose en una nueva forma de disputa hegemónica en la región. Y en ese horizonte, la voz cubana, lejos de ser un acto meramente simbólico, marca un punto de fricción que no debe subestimarse.
Si bien ninguna de las partes ha anunciado formalmente un ataque terrestre o una operación de ocupación, los hechos sobre el terreno sugieren que el “centro de gravedad” del conflicto ya no está únicamente en Caracas, sino en las aguas del Caribe, en los corredores logísticos internacionales y en la manera como se construye el relato público de la seguridad hemisférica.
Este episodio reafirma que en el siglo XXI, la soberanía territorial, el flujo de capital y los recursos naturales, y también la narrativa global, pueden ser objeto de disputa directa. Y que los símbolos, los gestos diplomáticos, las banderas, conviven hoy con drones, buques de guerra, sanciones y acuerdos estratégicos.
Si la región no interviene con prontitud, el riesgo no se limita a una crisis bilateral: corre el peligro de convertirse en una nueva línea de fragmentación geo-política, donde la militarización se presenta como alternativa a la negociación, y el diálogo recula frente al despliegue naval.