Por más que lo intentemos, no decidimos desde cero. Cada día creemos elegir con libertad: qué decir, qué callar, con quién estar, qué ruta tomar, a qué causa entregarnos. Pero lo que la ciencia ha ido revelando en las últimas décadas contradice nuestra ilusión de autonomía: una buena parte de nuestras decisiones no proviene de la razón ni del análisis consciente, sino de capas más profundas. Elegimos, muchas veces, desde recuerdos que no sabemos que están ahí.
La neurociencia afectiva, la psicología cognitiva y el psicoanálisis contemporáneo coinciden en algo que ya intuían algunas tradiciones filosóficas: el inconsciente no es solo un depósito de traumas. Es un sistema operativo en la sombra. Desde ahí, la mente almacena memorias que no podemos evocar a voluntad, pero que siguen activas, moldeando nuestras preferencias, intuiciones y temores.
Una melodía puede hacernos llorar sin saber por qué. Una voz puede generar desconfianza sin justificación aparente. Una oportunidad puede producirnos rechazo aunque racionalmente sepamos que es buena. No es magia. Es biología. La memoria no desaparece. Se reorganiza. Se esconde. Se encripta en el cuerpo.
El olvido no significa ausencia. Significa archivo. Hay experiencias que no están en la superficie, pero que siguen dictando respuestas. Y eso no es necesariamente un error: es un mecanismo de eficiencia cognitiva que nos permite sobrevivir sin tener que pensarlo todo. Pero ese atajo tiene consecuencias. Porque cuando no sabemos de dónde viene una reacción, tampoco sabemos cómo detenerla.
Esto explica por qué repetimos patrones que nos lastiman. Por qué reaccionamos con ira o miedo frente a situaciones que objetivamente no lo ameritan. Por qué, a veces, la razón parece insuficiente para entender lo que sentimos. Como si otra parte de nosotros decidiera antes que la conciencia llegara a la mesa.
Más allá del asombro clínico, esta idea tiene implicaciones éticas y sociales de largo alcance. Porque si una persona actúa desde condicionamientos invisibles, ¿cuánto de su decisión puede considerarse libre? ¿Dónde empieza la voluntad, si el impulso ya estaba dado desde la sombra? Y más aún: si esto ocurre a nivel individual, ¿qué pasa cuando las comunidades enteras cargan con memorias que no se narran?
Hay regiones donde el miedo ha sido tan constante, que se ha vuelto estructura. Donde la desconfianza no es paranoia, sino experiencia heredada. Donde callar se enseña como forma de sobrevivencia. En Michoacán, por ejemplo, uno puede notar cómo ese inconsciente colectivo se manifiesta en decisiones cotidianas: no denunciar, no confiar en la autoridad, no hablar de lo que se sabe.
No es simple resignación. Es memoria. Memoria que no se elabora, pero que actúa. Cuando un pueblo ha visto repetirse los ciclos de violencia, corrupción y traición institucional, no necesita recordar todos los detalles. Basta con que los ecos permanezcan. El cuerpo social también recuerda. Y actúa en consecuencia.
La desconfianza, en ese sentido, no siempre es falta de civismo. A veces es una respuesta aprendida. Lo mismo ocurre con ciertas formas de evasión, con la repetición de liderazgos fallidos, o con el miedo paralizante frente a lo nuevo. No es que se elija mal por ignorancia. Es que se elige desde heridas que aún no se nombran.
Reconocer esto no implica rendirse al determinismo. Al contrario: abre una vía de comprensión más honda y, por tanto, más transformadora. Porque lo que no se recuerda también puede trabajarse. Lo que actúa en silencio también puede resignificarse.
Aceptar que no somos completamente libres no significa resignarse a la fatalidad. Significa tener más herramientas para entendernos. Y con suerte, para romper el ciclo.
En un estado como Michoacán, donde el presente a veces parece dictado por el pasado no dicho, esta comprensión podría ser una de las claves más urgentes. Porque si no conocemos las memorias que nos guían, seguiremos decidiendo como si no tuviéramos otra opción. Y eso también es una forma de condena.
Pero si logramos reconocer que incluso nuestras decisiones equivocadas tienen una raíz que se puede explorar, entonces también podemos imaginar un margen distinto: uno donde elegir mejor sea posible no porque seamos más racionales, sino porque aprendimos a escuchar lo que nos habita.
Porque el inconsciente no es solo un pozo oscuro. Es también una biblioteca cerrada. Y cada vez que abrimos una página, por mínima que sea, cambiamos el curso de lo que creemos inevitable.