—A ver si el próximo año no se mueren tanto para que esto no esté tan lleno—, suelta al aire una señora dicharachera mientras arrastra un carrito de supermercado. Al chascarrillo todavía no se le agota su efecto, pero en cuanto escucha el elevado precio de los manojos de cempasúchil, complementa su involuntaria rutina de comedia con otra frase atrevida: —Ustedes no quieren comer, lo que quieren es tragar—.
Son las 12:30. 2 de noviembre. Día de Muertos. En la avenida Arnulfo Ávila, da la impresión de que convergen el mercado dominical del Auditorio, los puestos del 12 de diciembre de la Calzada de San Diego, la vieja Expo Feria Michoacán y cualquier tianguis sobre ruedas de la ciudad de Morelia.
Aquí lo hay absolutamente todo: comida, cd’s y películas piratas, juegos mecánicos, ropa de paca, herramientas de trabajo, lentes de sol, disfraces de Halloween, libros de segunda mano, celulares viejos y cantantes de ocasión con bocina en mano.
El viaje que te lleva al acceso principal del Panteón Municipal se acompaña con un reguetón genérico que proviene de un parlante que acapara la atención. Mientras se camina por la congestionada vialidad, retumba la canción que presume en su letra que “la mujer está dispuesta a hacer todo lo que el hombre quiera”.
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El olor a garnacha combinado con cañería nunca pierde intensidad hasta que es sustituido por el del incienso a la entrada del cementerio. A las afueras, la larga fila para ingresar se extiende hasta la Calzada La Huerta. Como si de un ritual se tratara, todos caminan con su respectiva flor de cempasúchil en la mano.
Pero siempre hay excepciones a la regla. Los más vivales, se apresuran a liquidar ese doce de cervezas Corona que, a simple vista, despiertan la sospecha de que ya están calientes y han perdido su sabor original.
—Seño, no se meta, fórmese—, se le escucha reprochar a una comerciante que se ha percatado de que se está violentando el acuerdo verbal y civil para acceder al panteón. Nadie dice nada, pero es justo ese silencio cómplice el que respalda a la heroica inconforme.
Antes de iniciar el recorrido, una lona del Ayuntamiento te recibe con una advertencia: “Está prohibido el ingreso de bebidas alcohólicas, estupefacientes, armas de fuego y armas blancas”. En otras palabras: aquí ya no cabe más muerte.
Las escenas entre lotes son variopintas. Hay quienes han montado una especie de pícnic, donde es notorio que la comida fue la principal preocupación y ocupación familiar durante la semana previa.
También están los que rezan plegarias en colectivo mientras se toman de las manos, pero en contraparte, se presentan aquellos que tratan de que las tumbas de sus seres queridos se conviertan en un auténtico carnaval.
En los diminutos pasillos, un conjunto de música banda llamado “Reina Purépecha” va ofreciendo sus servicios. La batalla es férrea y, en este caso, “Los Reyes de Michoacán” les han ganado la partida. Pero el Día de Muertos da revanchas. Es cosa de segundos para que en otro lote el vibrante sonido de la tambora comience a estallar.
Los adultos mayores son los que aportan el contraste en este submundo fatídico. A diferencia del resto, son sigilosos. No necesitan más que una silla frente a la tumba para pasar la tarde.
Es difícil tratar de preservar la intimidad cuando en el entorno se debe lidiar con un ruido desforado que no sabe de penumbras. En la mirada de aquellos octogenarios, hay contemplación y nostalgia, como si les asaltaran las sospechas de que su momento de estar bajo tierra está cada vez más cerca. Y, tal vez, también se lamentan del jolgorio que tendrán que soportar una vez al año.
En la tarde sabatina y grisácea, en el Panteón Municipal hay bailes, risas, lágrimas y amargura. Como cada año, no sabemos si celebramos o lamentamos la muerte. Quizá, simplemente la hemos adoptado de una manera particular que sólo nosotros entendemos, aunque nunca logremos explicarla del todo.
Fotos: ACG