En Michoacán, la defensa del bosque ya no es solo una causa ambiental. En 2025, es una batalla por el territorio, la soberanía comunitaria y la supervivencia. A medida que la cobertura forestal disminuye, crece el poder de actores que explotan, muchas veces legalizados, los recursos sin reparo por los derechos colectivos ni por el equilibrio ecológico. Hoy, la frontera entre la tala clandestina y la extracción “autorizada” es tan delgada como peligrosa: miles de árboles caen con papeles en regla, pero bajo amenazas, corrupción y omisiones oficiales.
Solo entre el 24 de junio y el 1 de julio de este año, Michoacán registró más de 2 800 alertas satelitales de deforestación, equivalentes a 33 hectáreas, concentradas en municipios del suroeste como Aguililla, Arteaga, Coalcomán y Tumbiscatío. Según Global Forest Watch, durante 2024 el estado perdió aproximadamente 9 210 hectáreas de bosque, mientras que la reforestación oficial apenas logró cubrir una fracción de esa pérdida. Las cifras revelan un deterioro acelerado, pese a herramientas de sistemas de monitoreo.
La tala dejó de ser clandestina. Hoy, muchos aprovechamientos forestales operan con convenios ejidales o comunitarios aparentemente legales. Empresas privadas y operadores vinculados al crimen organizado celebran acuerdos con núcleos agrarios para extraer grandes volúmenes de madera, sin garantías de reforestación, sin inspección ambiental efectiva y, en muchos casos, bajo presión o manipulación. Así, lo que en el papel parece manejo sustentable, en la práctica es saqueo.
La Fiscalía General de la República abrió en julio de 2025 al menos dos carpetas de investigación por tala ilegal en comunidades indígenas de Los Reyes y Tangancícuaro. Los reportes incluyen evidencia de cambio ilegal de uso de suelo y extracción no autorizada. El patrón es claro: zonas devastadas, transporte resguardado por grupos armados, documentos en regla obtenidos en contextos de amenaza. Grupos como el Cártel Jalisco Nueva Generación o remanentes de La Familia Michoacana participan abiertamente en esta red, cobrando cuotas por camión, ofreciendo “protección” y articulando la logística de extracción.
Una de las estrategias más perversas es el uso del fuego. Diversas investigaciones han documentado cómo se incendian zonas boscosas para simular afectaciones naturales y justificar cortes “sanitarios”. En regiones de la Meseta Purépecha, los incendios intencionales son seguidos por la llegada de talamontes y, después, por la instalación de huertas ilegales de aguacate. El informe Unholy Guacamole de Climate Rights International advierte que el fuego se ha convertido en herramienta de legalización criminal. En 2024, más de 500 hectáreas se perdieron por incendios en Michoacán; en zonas como Coalcomán, el daño superó las 9 mil hectáreas.
Frente a esta ofensiva, algunas comunidades han trazado una ruta distinta. Cherán es el caso más emblemático: tras expulsar al crimen en 2011, instauró un modelo de autogobierno y vigilancia comunitaria que ha permitido conservar y reforestar su territorio. Hoy mantiene patrullaje permanente, ha reforestado más de 3 mil hectáreas y ha prohibido la expansión de huertas de aguacate. En la Reserva de la Biósfera Mariposa Monarca, ejidos como El Rosario y Rincón de San Luis vigilan diariamente para evitar la entrada de talamontes, aunque bajo constante amenaza.
No todas las comunidades tienen la capacidad de organizarse así. Las autoridades ambientales, tanto estatales como federales, enfrentan limitaciones operativas y jurídicas. Aunque existan denuncias, probar que un convenio fue firmado bajo coacción o que una tala “legal” encubre una red criminal resulta extremadamente difícil. Esta situación perpetúa un modelo de legalidad criminal que erosiona no solo el ecosistema, sino también el tejido social.
El impacto es profundo. La pérdida de cobertura forestal acelera la escasez hídrica, afecta la biodiversidad y fragmenta territorios indígenas. La presión sobre líderes comunitarios ha derivado en desplazamientos y asesinatos, como el del activista Alfredo Cisneros en 2023, quien denunció tala ligada a la agroindustria. Según datos de InSight Crime, entre 2017 y 2019 más del 70 por ciento de la madera comercializada en Michoacán fue extraída sin licencias oficiales. Y la tendencia persiste.
A nivel nacional, la tala ilegal genera pérdidas económicas cercanas a 10 mil millones de dólares anuales. En Michoacán, entre 2018 y 2024 se han reportado más de 30 mil hectáreas afectadas por cambio de uso de suelo, con epicentro en la Sierra Costa y la Meseta Purépecha, donde algunas regiones ya presentan un 70 por ciento de deforestación.
Frente a este panorama, las propuestas van desde fortalecer la capacidad operativa de Profepa y la FGR, hasta consolidar modelos de autogobierno comunitario, ampliar los pagos por servicios ambientales y exigir transparencia total en los convenios forestales. También se requiere presión internacional, acompañamiento legal y monitoreo satelital ciudadano para romper con el pacto de silencio que cubre estas prácticas.
La tala en Michoacán ya no es una actividad marginal. Es el centro de una disputa estructural por la tierra, los recursos y el control territorial. Y mientras los árboles caen legalizados, lo que se desvanece no es solo el bosque: es la posibilidad de futuro para quienes viven y cuidan de él.