El culto que crece en la sombra; la expansión de la Santa Muerte en Michoacán
evangelio | 11 julio, 2025

En los altares improvisados de un mercado, en los patios traseros de colonias periféricas o en las veredas polvorientas de la Tierra Caliente, la figura de la Santa Muerte aparece como un símbolo que incomoda, pero que no puede ser ignorado. De rostro descarnado y túnica blanca, negra o dorada, sostiene en una mano la guadaña y en la otra el globo terráqueo, como recordatorio de su dominio absoluto. En Michoacán, su culto crece no solo en lo religioso, sino en lo social, lo político y lo simbólico.

Este no es un fenómeno marginal ni reciente. La devoción por la Santa Muerte ha ganado terreno de forma sostenida desde inicios del siglo XXI, cuando comenzó a visibilizarse en zonas urbanas de la Ciudad de México y el Estado de México. Pero en Michoacán, su expansión tiene matices propios: aquí no solo se reza por protección espiritual, sino por sobrevivencia literal.

La fe del marginado

A diferencia de los santos reconocidos por el canon católico, la Santa Muerte no exige arrepentimiento ni juicio moral. Es directa, imparcial, poderosa. Por eso mismo, muchas personas que viven al margen, ya sea por pobreza, violencia o ilegalidad, la abrazan como su única intercesora. En colonias como La Nueva Italia, Uruapan o Apatzingán, hay altares donde conviven veladoras con rifles, y donde la figura es adornada con dinero, tabaco o tequila.

“Ella no te pregunta qué hiciste, solo te cuida”, dice un devoto de Zamora, cuyo altar se esconde tras una cortina en su tienda de abarrotes. Como él, cientos de personas ven en la Santa Muerte una aliada en un territorio donde ni el Estado ni la Iglesia parecen ofrecer respuestas.

Entre la violencia y el refugio

No es coincidencia que su presencia se intensifique en zonas donde el Estado ha perdido control territorial. En comunidades donde el crimen organizado impone normas, y la violencia se ha vuelto estructural, el culto se transforma también en código cultural. Para algunos, es una suerte de escudo contra enemigos. Para otros, una figura maternal que consuela en medio del caos. La Santa Muerte no redime, pero tampoco abandona.

Investigaciones de campo en municipios como Buenavista, Tepalcatepec o Lázaro Cárdenas revelan que los altares proliferan no sólo en casas, sino en negocios, bares, talleres mecánicos e incluso estaciones de transporte. La devoción es pública y privada, clandestina y evidente al mismo tiempo.

Religión, poder y silencio

Las autoridades religiosas han condenado reiteradamente el culto, acusándolo de fomentar el delito y tergiversar la fe. Pero la institución católica, particularmente en Michoacán, ha perdido parte de su monopolio espiritual. Las nuevas generaciones se mueven entre lo popular y lo personal, mezclando creencias sin necesidad de validación clerical.

El Estado, por su parte, prefiere no mirar. No hay registro oficial, ni estrategia cultural, ni análisis sobre el alcance del fenómeno. La Santa Muerte no aparece en los censos, pero está presente en cada cruce donde muere alguien, en cada barrio donde se libra una guerra no declarada.

Un culto que cruzó fronteras

Aunque el fenómeno en Michoacán tiene particularidades locales, la Santa Muerte ya forma parte de una devoción transnacional que ha echado raíces en contextos de exclusión, violencia y fe marginada. Investigadores como R. Andrew Chesnut estiman que entre 10 y 12 millones de personas veneran a la Santa Muerte en México y América Latina, lo que la convierte en una de las figuras más adoradas del continente, solo detrás de la Virgen de Guadalupe.

En el país, su presencia se ha documentado en zonas de alta violencia o migración como el Estado de México, Guerrero, Veracruz, Tamaulipas y, por supuesto, Michoacán. También se ha expandido a centros urbanos como la Ciudad de México, Monterrey o Guadalajara, y a comunidades fronterizas como Tijuana y Ciudad Juárez, donde conviven la fe, el miedo y la economía informal.

La devoción ha cruzado incluso la frontera norte. En Estados Unidos, la figura se ha asentado en estados como California, Texas y Arizona, donde acompaña a comunidades migrantes que la llevan consigo como símbolo de protección y pertenencia. Su presencia ha llegado a tal punto que agencias como la DEA y el FBI la han incluido en manuales sobre iconografía criminal, aunque muchas veces con enfoques estigmatizantes que no distinguen entre fe legítima y uso simbólico por parte de algunos grupos criminales.

Lo cierto es que la Santa Muerte no solo representa un fenómeno espiritual, sino también un símbolo cultural y político. En un país donde la muerte es cotidiana, ya sea por desapariciones, feminicidios, enfrentamientos o negligencia estatal, su figura actúa como recordatorio de lo que no se nombra y de quienes no son protegidos por nadie. Allí donde el Estado no llega y las instituciones fallan, ella aparece como única garante de justicia, consuelo o venganza, según quien la invoque.

Más que un culto

Reducirla a una “religión del narco” es un error. Si bien es cierto que muchos criminales la veneran, y han hecho de su imagen parte de sus códigos internos, el fenómeno excede esa etiqueta. Hay mujeres, niños, abuelas y migrantes que la invocan en contextos donde la muerte es cotidiana y la justicia una rareza.

La Santa Muerte no reclama templos, pero tiene territorio. No se impone con fuerza, pero se vuelve inevitable. En Michoacán, su figura ha dejado de ser tabú para convertirse en espejo: un símbolo de lo que no se dice, de lo que se teme y de lo que, paradójicamente, aún da esperanza.

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