Hace 21 años que Michoacán no registra un solo caso autóctono de paludismo. Lo que en los reportes aparece como un logro sanitario sostenido, en la práctica refleja una lucha constante por mantener a raya una enfermedad que, en otras regiones del país, todavía representa un riesgo latente.
El mosquito Anopheles, transmisor del parásito que provoca el paludismo, no ha desaparecido del todo. Su presencia persiste en zonas rurales, en cuerpos de agua estancada y en regiones de clima cálido donde la vigilancia debe ser permanente. Las brigadas de salud recorren comunidades, inspeccionan charcas y realizan muestreos que rara vez llegan a los titulares, pero que sostienen el equilibrio de un sistema preventivo que no puede relajarse.
Las autoridades locales buscan obtener la certificación oficial como estado libre de transmisión, un paso simbólico que, sin embargo, no garantiza inmunidad. Los especialistas advierten que los brotes pueden reaparecer con facilidad cuando las condiciones ambientales o la movilidad poblacional cambian.
El reto, dicen, no está solo en conservar las cifras, sino en mantener la capacidad de respuesta: que las unidades médicas continúen monitoreando, que las campañas de control no se suspendan y que la población siga alerta ante los primeros síntomas febriles.
Según la Secretaría de Salud federal, México ha reducido en más del 99 % los casos de paludismo en los últimos 25 años. En 2000 se registraban más de 17 mil contagios al año; en 2024, apenas se confirmaron 24, concentrados principalmente en Chiapas y Oaxaca. En Michoacán, la vigilancia abarca 35 municipios con presencia histórica del vector y más de 12 mil estudios de sangre anuales, realizados para confirmar que la enfermedad sigue bajo control.