Durante décadas, cruzar hacia Estados Unidos fue sinónimo de esperanza. En la narrativa del siglo XX, el país del norte representaba movilidad, progreso, oportunidad. Para millones en América Latina, Asia o Europa del Este, era el destino final de un proyecto de vida: trabajar, estudiar, formar una familia, salir adelante. Pero algo ha cambiado. Por primera vez en medio siglo, Estados Unidos enfrenta un déficit migratorio: más personas están saliendo del país que entrando para vivir en él.
Según un análisis conjunto del Brookings Institution y el American Enterprise Institute (AEI), esta tendencia podría alcanzar un saldo de -650 mil personas en 2025 y mantenerse en -120 mil en 2026. No se trata solo de un dato: es un giro profundo en la identidad, economía y futuro del país.
La raíz de este cambio está en las políticas migratorias restrictivas implementadas durante la administración Trump, muchas de las cuales siguen vigentes o han sido replicadas por gobiernos posteriores. Desde el cierre casi total de la frontera sur hasta la eliminación de programas como la Diversity Visa, pasando por la reducción drástica de visas laborales y de reunificación familiar, y la intensificación de las deportaciones, se ha desmantelado el sistema migratorio legal que por décadas sostuvo la demografía y fuerza laboral del país.
A este endurecimiento normativo se suma un clima político cada vez más hostil. La retórica antiinmigrante se ha normalizado en el discurso público, afectando no solo a los indocumentados, sino también a residentes legales, estudiantes internacionales e incluso ciudadanos naturalizados. La promesa de integración dio paso al miedo constante, a la vigilancia, a la sospecha. Lo que antes era un sueño alcanzable, ahora parece un muro emocional, institucional y económico.
Brookings alerta sobre el impacto estructural de este éxodo. Sectores como la agricultura, la construcción, la manufactura y la hospitalidad ya sufren la escasez de mano de obra, lo que genera aumentos en los costos, retrasos en cadenas de suministro y freno en proyectos de infraestructura. Pero también se está afectando el presente y futuro del país en áreas críticas como el cuidado de adultos mayores, la salud, la educación y la innovación tecnológica. La migración no era solo mano de obra barata: era renovación, dinamismo, juventud.
Además, Estados Unidos envejece. Y envejece rápido. La proporción de personas mayores de 65 años crece más rápido que la de nuevos nacimientos. La migración era el contrapeso natural a este fenómeno demográfico. Sin ella, el sistema de pensiones, la productividad y la vitalidad económica entran en tensión. La paradoja es clara: al cerrarse, el país se vuelve menos competitivo, menos joven, menos global.
En estados como Michoacán, donde durante décadas migrar a Estados Unidos fue casi un rito familiar, hoy empieza a verse el fenómeno inverso: familias que regresan, no por nostalgia, sino porque el costo de vivir allá superó la promesa del sueño americano. La vivienda, la salud, la educación universitaria y la seguridad ciudadana en Estados Unidos son hoy, para muchos migrantes, barreras insostenibles. Volver a México —con sus problemas, sí, pero también con redes afectivas, menor costo de vida y nuevas oportunidades tecnológicas— se vuelve una alternativa racional, no un fracaso.
Las remesas siguen fluyendo, pero ya no son la única conversación. Se habla también de los que vuelven, de los que se cansaron, de los que ya no encontraron razones para quedarse. La idea de migrar ya no es unívoca: se diversifica, se cuestiona, se redirige. Para algunos, el nuevo sueño está en Canadá, en Europa, o incluso en México mismo. La movilidad no se detuvo: solo cambió de sentido.
Mientras tanto, Estados Unidos lidia con el vacío que deja la ausencia de los que ya no llegan. Porque un país no solo se mide por los que cruzan sus fronteras, sino también por los que deciden no volver a cruzarlas.