El invitado de la tarde es Francis Ford Coppola, quizá el más importante que ha tenido en toda su historia el Festival Internacional de Cine de Morelia (FICM); su presencia tiene como objetivo hablar de Megalópolis, su más reciente filme, por lo que se organiza una conferencia con los medios acreditados.
Ahí, entre el mar de preguntas, surge un personaje autoidentificado como “Quique Ford”, quien antes de plantear su pregunta aclara que no es periodista, que es realizador de cortometrajes.
Le agradece personalmente a Daniela Michel y a Alejandro Ramírez, cabecillas del festival, por invitar al cineasta y luego presume que ha visto dos veces la película, una de ellas en Los Ángeles.
El propio Coppola lo interrumpe y le pide que ya haga la pregunta, y los que sí son periodistas se desesperan. El joven promete hacer ya la pregunta directa y enseguida se enreda con un largo contexto y un planteamiento que nadie entiende, menos el director, que trata de ser lo más paciente que se pueda.
En teoría, el FICM acredita solo a reporteros y medios que demuestren un trabajo previo de cobertura, que aporten estadísticas de tráfico en sus sitios y que envíen notas, ensayos o críticas recientes sobre cine.
Sin embargo, a menudo se cuelan personajes como “Quique Ford”, lo mismo que aquellos que no tienen más que un perfil en Facebook o nunca cubren noticias relacionadas con el cine. A muchos de ellos se les observa, eso sí, en las glamurosas fiestas nocturnas del festival, donde los tragos y los bocadillos van por cuenta de la casa.
Al ser el evento más atractivo de la semana, el FICM suele llenar cada una de sus funciones en Cinépolis Centro y otros recintos, aunque es común que muchos espectadores no conozcan qué película van a ver, ya sea por la escasa disponibilidad de funciones o por una extraña fascinación al azar.
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Así, una escena recurrente es que alguien se salga a la mitad de la cinta porque aquello es un filme experimental, contemplativo, con sexo explícito o un ritmo alejado de los estándares comerciales, sin actores famosos y hasta sin diálogos.
La magia de los festivales es que películas que no tienen taquilla se consuelan con un estreno a tope. En la noche de la premier no solo hay alfombra roja, sino firma de autógrafos, selfies y aplausos al final de la función.
La amarga realidad suele dictar que cuando se llegue el estreno comercial, si acaso llega, a la sala no irán más de 15 personas y esa gran promesa del cine mexicano quedará fuera en cuestión de una o máximo dos semanas.
A las mencionadas fiestas, realizadas en elegantes terrazas y casonas del Centro Histórico, es común ver a funcionarios de gobierno, empresarios, socios de un club de golf y nuevos aficionados al pádel.
En su gran mayoría no acuden a una sola función del festival y serían incapaces de reconocer a quienes dirigen las películas presentadas, pero están ahí por el estatus que representa y también esperanzados con encontrar a alguien famoso, pues colgar en su Instagram una foto con, digamos, Luis Gerardo Méndez, seguro les dará los likes de la felicidad.
Pero fuera de esa ola de poses y moda están los verdaderos cinéfilos, los que hacen sacrificios como pedir días de trabajo con tal de ver esas películas que de otra forma no podrían ver en el cine; los que se forman por largos minutos, los que maratonean y los que invierten mucho dinero en cine, pues las funciones han dejado de ser baratas y cada una cuesta 90 pesos.