En Michoacán no se habla de otra cosa: la sombra de las fiestas patrias sigue marcada por la amenaza lanzada semanas atrás por un grupo que se hace llamar Ejército Purépecha de Libertad Michoacana. La advertencia de que “el 15 de septiembre se estremecerá” no necesita repetirse: todos la conocen, circuló en redes y provocó que autoridades estatales desplegaran un discurso ambiguo entre desdén y precaución. En Evangelio partimos de ese punto: lo importante ahora no es si la amenaza existe o no, sino qué dice del estado de la seguridad y de la relación entre poder político y ciudadanía en vísperas de la fecha más simbólica para el país.

En los últimos días, la Secretaría de Gobierno ha insistido en que no hay riesgo real y que el Grito se llevará a cabo con normalidad en Morelia y en el resto del estado. A la par, se anunció el reforzamiento de operativos de seguridad en plazas públicas, con presencia del Ejército, Guardia Nacional y Policía Estatal. Tan solo en Morelia se prevé la movilización de miles de efectivos para blindar el Centro Histórico, con filtros de revisión y anillos de seguridad que superan los de años anteriores. El mensaje oficial busca proyectar confianza: salir, celebrar y apropiarse de las calles. Sin embargo, debajo de ese discurso late un reconocimiento tácito de vulnerabilidad. Cuando se ordena blindar la capital con despliegues extraordinarios, el gobierno confirma lo que intenta negar: que la violencia criminal es capaz de condicionar la vida pública.
El eco es inevitable: la memoria colectiva recuerda los granadazos de 2008 en Morelia, un ataque que marcó para siempre el imaginario del 15 de septiembre en Michoacán. Aquella noche dejó muertos, heridos y un trauma cívico que no ha sanado. Hoy, a 17 años de distancia, los fantasmas vuelven a recorrer la ciudad, no porque se repita el mismo escenario, sino porque la posibilidad de la violencia vuelve a sobrevolar las celebraciones. La diferencia es que ahora el miedo circula de manera preventiva, como parte de la estrategia criminal: sembrar zozobra basta para tensionar al Estado.

El fenómeno, además, no es exclusivo de Michoacán. En entidades como Guerrero, Zacatecas o Guanajuato, las celebraciones patrias también han sido puestas en entredicho en años recientes por ataques o amenazas previas a la ceremonia del Grito. Lo que ocurre aquí se inserta en un mapa nacional donde el 15 de septiembre ya no se vive solo como fiesta cívica, sino como termómetro de la disputa entre instituciones y crimen organizado.
Lo que está en juego no es solo la seguridad de una noche de fiesta, sino el pulso de la gobernabilidad. Si la ciudadanía percibe que la plaza pública ya no es suya sino un terreno prestado bajo vigilancia armada, el simbolismo del Grito pierde fuerza. Y esa tensión se amplifica con el debate político: mientras el gobierno estatal asegura que todo está bajo control, voces opositoras cuestionan el manejo de la crisis y señalan que minimizar amenazas en un contexto de despliegues militares masivos es una contradicción evidente. También sectores empresariales han expresado su preocupación por la caída de la afluencia a eventos públicos cuando circulan rumores de violencia, un recordatorio de que la percepción de riesgo también tiene consecuencias económicas.

La amenaza del Ejército Purépecha podrá o no materializarse, pero su efecto ya se siente. Ha logrado lo que pretendía: obligar al Estado a demostrar músculo, reactivar recuerdos de violencia y sembrar duda en la sociedad. En Michoacán, la celebración del 15 de septiembre vuelve a ser un termómetro de la relación entre ciudadanía y crimen organizado, entre símbolos patrios y realidad cotidiana. El Grito, más que festejo, será también prueba: si la gente llena las plazas, si confía en que la calle le pertenece, o si la sospecha silenciosa confirma que, en tiempos de miedo, la independencia todavía está por conquistarse.