La nueva versión de “El hombre invisible” reformula un clásico del horror desde una perspectiva radicalmente distinta: la de la víctima.
Lejos de centrarse en el poder del agresor, el filme del director Leigh Whannell convierte la invisibilidad en metáfora de la violencia que no se ve, pero que lo arrasa todo.
Protagonizada por Elisabeth Moss, la historia sigue a Cecilia Kass, una mujer que huye de su pareja abusiva, un genio tecnológico que finge su suicidio… pero regresa, invisible, para continuar el acoso.
Desde entonces, la amenaza invisible se infiltra en cada rincón: puertas que se abren solas, respiraciones que no deberían oírse, objetos que se mueven. El horror nace no de lo que se muestra, sino de lo que se intuye: un espacio vacío que Cecilia y el espectador nunca pueden dar por seguro.
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La propuesta no es nueva en el cine: desde la clásica versión de James Whale en 1933 hasta “El hombre sin sombra” (2000) de Verhoeven, el mito del hombre invisible ha inspirado a generaciones.
Pero esta versión destaca por narrar desde el lado de la víctima, con ecos contemporáneos. Algunos la vieron como una reacción al movimiento Me Too. Sin embargo, su planteamiento tiene peso: ¿cómo demostrar un abuso si nadie puede ver al agresor?
Con un presupuesto reducido (solo 7 millones de dólares), la película recaudó más de 140 millones en todo el mundo. Su éxito no reside en efectos espectaculares, sino en el uso inteligente del espacio, la tensión contenida y el silencio como recurso narrativo.
El traje de invisibilidad, basado en cámaras que reproducen el entorno, actualiza la ciencia del mito con base realista, y da una vuelta de tuerca al tópico: ahora el hombre se vuelve invisible “al vestirse”.
Elisabeth Moss, presente en casi todos los planos, eleva la propuesta. Su evolución, de víctima paralizada a mujer combativa, rompe con el arquetipo femenino del terror clásico. Ya no sobrevive por azar, sino por reconstrucción y decisión.