Detrás de etiquetas artesanales y botellas con diseño cuidado, se oculta a veces una realidad menos fresca: empresas de bebidas que no buscan competir en el mercado, sino lavar dinero. En Michoacán, este fenómeno ha crecido con silenciosa eficacia, entre huertas, depósitos y centros de distribución.
En municipios como Uruapan, Apatzingán, Tepalcatepec o Buenavista, han comenzado a surgir microempresas de jugos, refrescos, aguas saborizadas e incluso cervezas “artesanales” que aparentan éxito comercial, pero cuyos flujos financieros no coinciden con la demanda real. Algunas operan sin cumplir con requisitos sanitarios, otras tienen canales de distribución inexistentes, pero todas comparten un rasgo: se mueven con dinero en efectivo y, en muchos casos, gozan de protección territorial.
Estas marcas, frecuentemente desconocidas fuera del ámbito local, registran movimientos inusuales: compras elevadas de maquinaria, adquisición de bodegas, flotillas de reparto y campañas de imagen, todo sin que exista una penetración visible en el mercado ni contratos con grandes cadenas. No venden, pero facturan. No exportan, pero crecen.
El patrón, según analistas financieros y autoridades que han seguido estos casos, corresponde al uso de empresas fachada: negocios que funcionan solo lo suficiente para justificar ingresos ilícitos y disfrazar su origen. En este caso, la industria de bebidas ofrece ventajas clave: el producto es perecedero, tiene costos variables, y puede moverse sin levantar sospechas en rutas que también transportan fruta o alimentos.
“Se camuflan con la agroindustria formal. Nadie sospecha de un camión de jugos si pasa por una zona de huertas”, explica un investigador que ha rastreado vínculos entre empresas emergentes y operadores regionales ligados a estructuras criminales.
En paralelo, el Estado enfrenta una disyuntiva: mientras busca fortalecer las cadenas productivas legales y atraer inversión a la región, florecen estas iniciativas empresariales opacas, muchas veces registradas a nombre de prestanombres o familiares de personas bajo investigación. Los programas de impulso al emprendimiento, la baja regulación local y la débil fiscalización terminan siendo aprovechados como escudo.
El fenómeno no solo erosiona al sector formal, también envía un mensaje preocupante: en Michoacán, emprender a la sombra del crimen puede ser más rentable que competir limpiamente. La botella bien etiquetada, la marca “local” y el diseño artesanal ya no garantizan legitimidad. En ciertos casos, son apenas el envoltorio de un negocio más oscuro, más grande y más difícil de rastrear.
En una región donde el jugo del aguacate paga piso y el cemento circula con permiso, las bebidas también se han convertido en vehículo: no de hidratación, sino de blanqueo. Y su expansión, silenciosa, ya fermenta como síntoma de una economía contaminada.