La polémica en torno al teleférico de Uruapan no es solo una discusión técnica sobre cables y cabinas, sino un pulso político que expone tensiones entre los distintos niveles de gobierno.
El martes pasado, durante su informe de gobierno, el alcalde Carlos Manzo aprovechó el escenario para lanzar una advertencia directa: sin el cumplimiento de los acuerdos pactados, el proyecto no operará. La declaración, más que un aviso administrativo, se lee como un mensaje de autoridad y de control territorial.
En su posicionamiento, el edil precisó que esos acuerdos, suscritos con autoridades estatales y federales, siguen sin cumplirse en su totalidad. Aunque no entró en detalles exhaustivos, trascendió que entre los compromisos pendientes están ajustes operativos, coordinación institucional y condiciones que garanticen una operación segura y ordenada.
A esto se suma un punto que eleva el alcance de la exigencia: la seguridad pública en la entidad.
Además de estos compromisos técnicos, el alcalde subrayó que no pondrá en marcha la obra mientras persistan los índices de violencia que afectan al estado. La demanda no es menor: se trata de una de las entidades con mayores tasas delictivas del país, con presencia de grupos criminales que han afectado incluso zonas urbanas y turísticas.
En un territorio que figura entre los más violentos del país, cualquier proyecto turístico depende tanto de su infraestructura como de la percepción de seguridad que pueda ofrecer.
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El contexto histórico del teleférico añade más matices. Concebido como parte de un paquete de 22 obras para detonar el turismo y la conectividad, el proyecto ha enfrentado retrasos, ajustes presupuestales y críticas por su pertinencia frente a otras necesidades urbanas.
Con una inversión que supera los cientos de millones de pesos, el teleférico se presenta como símbolo de modernidad para unos y de gasto cuestionable para otros.
En el plano político, las declaraciones del alcalde reavivan el debate sobre los alcances y límites de las facultades municipales frente a proyectos estatales o federales. Aunque en teoría el edil puede influir en temas de permisos, operación y logística local, la viabilidad de frenar completamente la obra se mueve en un terreno legal complejo.
En términos legales, el margen de maniobra del alcalde es limitado. La operación del teleférico depende de una concesión estatal y la Ley de Movilidad de Michoacán no otorga al municipio la facultad de suspenderla unilateralmente.
Sin embargo, la autoridad local sí puede retrasar licencias, dictámenes o permisos si existen incumplimientos técnicos documentados. Esa capacidad, bien empleada, puede demorar la apertura y transformarse en una herramienta de presión efectiva.
La tensión radica en si su postura es una herramienta de negociación legítima o una advertencia con tintes más simbólicos que prácticos.
El resultado es un escenario en el que la infraestructura, la política y la seguridad se entrelazan. El teleférico deja de ser solo una obra pública para convertirse en un termómetro del equilibrio de poder y de la capacidad de los distintos niveles de gobierno para cumplir compromisos y garantizar condiciones mínimas de seguridad.
En ese cruce de intereses, el verdadero reto no será inaugurar la obra, sino asegurar que su operación sea viable, segura y aceptada por todos los actores involucrados.