Cuando Nancy Farías y su familia emprendieron su viaje a Irán desde Ensenada, Baja California, lo hicieron con entusiasmo y precaución. Consultaron previamente con la embajada mexicana, que les aseguró que el país era seguro y que el turismo se desarrollaba con normalidad.
Confiados en la información oficial, comenzaron una travesía que prometía descubrimiento cultural, pero que rápidamente se tornó en una odisea marcada por el conflicto, la desinformación y la falta de apoyo.
Tras unos días iniciales tranquilos en Jerusalén, comenzaron los bombardeos. El acceso a refugios antiaéreos se volvió parte de la rutina. Al contactar a la embajada, recibieron una respuesta escueta: “resguárdense y manden ubicación”.
El aeropuerto fue cerrado y ninguna aerolínea les ofrecía una salida. Sin alternativas, intentaron huir por tierra hacia Jordania y Egipto. Sin embargo, las representaciones diplomáticas mexicanas en ambos países afirmaron no contar con fondos ni medios para asistirlos.
Con recursos propios agotados, Nancy, su esposo y sus hijos recurrieron a la ayuda de otros viajeros. Un grupo de turistas argentinos les proporcionó un contacto que facilitó su salida hacia El Cairo.
El trayecto estuvo marcado por la desconfianza, la necesidad de sortear intermediarios dudosos y, en el camino, una estafa más que redujo aún más sus posibilidades económicas.
Hoy, varados en la capital egipcia, los Farías enfrentan el agotamiento emocional y la incertidumbre financiera. Sin respuesta oficial clara, con deudas crecientes y lejos de casa, su historia pone en evidencia las limitaciones de la asistencia consular mexicana en zonas de conflicto, aun cuando el propio Estado había garantizado seguridad a sus ciudadanos para viajar.