La sola idea de que Felipe Calderón pueda regresar al escenario electoral en 2027 ya modificó el tablero político.
No se trata de una candidatura formal, ni siquiera de un anuncio explícito, pero sí de una posibilidad que el propio dirigente nacional del PAN, Jorge Romero, decidió no descartar.
Al ser cuestionado sobre el tema, Romero afirmó que cualquier aspiración deberá sujetarse al calendario interno del partido y a sus procesos de definición, una respuesta que abre la puerta sin comprometerse del todo.
El comentario no es menor. El PAN atraviesa un periodo de reconfiguración profunda después de una década marcada por derrotas, pérdida de territorios emblemáticos y fracturas internas que nunca terminaron de cerrarse.
La dirigencia de Romero busca reconstruir identidad, ampliar base social y reposicionar al partido frente a un oficialismo consolidado.
En ese contexto, la figura de Calderón, uno de los expresidentes más polarizantes del México contemporáneo, irrumpe de nuevo como un factor capaz de reordenar a la oposición o de ahondar sus divisiones.
Calderón carga consigo una herencia de contrastes. Por un lado, representa experiencia de gobierno, estructura, conocimiento del aparato público y una base social que aún lo identifica como referente opositor.
Por otro, arrastra cuestionamientos severos derivados de la estrategia de seguridad que marcó su sexenio y de casos judiciales que involucraron a figuras de su círculo inmediato.
Su regreso provocaría tensiones inmediatas en el interior del PAN, un partido que en los últimos años ha intentado renovar sus liderazgos y presentar rostros más jóvenes.
La dirigencia panista sabe que un retorno del expresidente no es solo una decisión personal; implicaría reordenar alianzas, revisar acuerdos con grupos internos y recalibrar por completo la narrativa que el partido ha intentado proyectar para 2027.
Implicaría también explicar cómo un partido que insiste en su “relanzamiento” podría abrir de nuevo la puerta a una figura que pertenece a una generación política anterior.
En política, la coherencia importa, y el PAN tendría que justificar un viraje de esa magnitud ante un electorado que ya demostró que castiga la incongruencia.
Aun así, el cálculo electoral no es trivial. La oposición carece de figuras que hoy por hoy puedan competir de manera natural contra el oficialismo, y un perfil con reconocimiento nacional como Calderón podría convertirse en un atajo.
Pero esa misma estrategia podría convertirse en un arma de doble filo: un candidato conocido también es un candidato que polariza, y en un país tan fragmentado como el México de hoy, la polarización puede sumar pero también puede restar.
El calendario juega a favor del PAN, al menos por ahora. Faltan más de dos años para la elección y el partido tiene margen para ordenar su proyecto antes de definirse.
Pero también corre el riesgo de instalarse en un suspenso eterno, alimentado por rumores y especulaciones, sin consolidar una narrativa competitiva.
Mientras Calderón no cierre ni abra del todo la puerta, el PAN vive en un limbo estratégico que beneficia al oficialismo, que en cambio opera con una maquinaria más estable.
El retorno del expresidente también tendría consecuencias fuera del PAN.
Su mera presencia reacomoda expectativas en partidos aliados, redefine la conversación en la oposición y obliga al gobierno federal a replantear su narrativa de contraste.
Para bien o para mal, Calderón genera movimiento, y eso lo convierte en un actor que no puede ignorarse.
Hoy, la pregunta no es solo si Felipe Calderón quiere volver a competir, sino si su propio partido está preparado para cargar con la complejidad de su figura y si está dispuesto a renunciar, al menos parcialmente, a su discurso de renovación.
Si Calderón decide entrar, transformará por completo la contienda de 2027. Si no lo hace, el PAN deberá demostrar que tiene la capacidad de construir una alternativa sin recurrir a su pasado.
En cualquiera de los casos, la conversación ya cambió. Y eso, en política, significa que el reloj hacia 2027 empezó a correr más rápido.