No llevan uniforme, pero madrugan como cualquier alumno. No cargan cuadernos, sino desarmadores, garrafones de aceite y costales de metal. En municipios como Morelia, Uruapan, Apatzingán o Zamora, niños y niñas de entre cinco y diecisiete años trabajan en talleres mecánicos, herrerías o recicladoras, expuestos a sustancias tóxicas sin protección, sin contrato y, muchas veces, sin escuela.
El trabajo infantil dejó de ser una escena rural con machete al hombro. En Michoacán, se volvió parte del paisaje urbano informal: un niño soldando a ras del suelo, una niña manipulando disolventes o cargando acumuladores de autos. No son ayudantes: son trabajadores sin derechos, atrapados entre el plomo, el abandono y la sobrevivencia.
Según la más reciente Encuesta Nacional de Trabajo Infantil (ENTI), publicada por el INEGI en junio de 2025, en México trabajan 3.7 millones de menores de entre cinco y diecisiete años, y el 58.8 por ciento de ellos lo hace en ocupaciones no permitidas, es decir, labores riesgosas, pesadas o dañinas para su desarrollo. En Michoacán, la tasa de trabajo infantil asciende al 18 por ciento, una de las más altas del país. De ese total, el 9.2 por ciento realiza actividades prohibidas por la ley, mientras que el 8.8 por ciento trabaja en condiciones consideradas peligrosas, como el uso de herramientas, químicos o maquinaria pesada. Esta proporción equivale a más de 200 mil niñas y niños michoacanos expuestos diariamente a riesgos laborales que vulneran sus derechos más elementales.
A nivel global, el informe conjunto más reciente de UNICEF y la OIT, publicado también en junio de 2025, estima que 138 millones de niños están en situación de trabajo infantil, de los cuales más de 54 millones lo hacen en actividades clasificadas como peligrosas. Aunque se trata de una problemática mundial, en Michoacán tiene características especialmente graves: no se desarrolla en campos lejanos, sino en barrios comunes, detrás de cortinas metálicas, bajo techos de lámina o al aire libre, junto a escuelas y tiendas de abarrotes.
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Más del 50 por ciento de los menores trabajadores en México no asiste regularmente a la escuela. En Michoacán, los testimonios recogidos por organizaciones de derechos de la infancia confirman que la mayoría de quienes trabajan en talleres o herrerías ha abandonado sus estudios de forma parcial o definitiva. Algunos acuden a clases cuando “no hay mucho trabajo”; otros simplemente han desaparecido del sistema educativo. Las jornadas suelen superar las 35 horas semanales, sin supervisión de adultos responsables, sin garantías sanitarias y sin protección legal. En el mejor de los casos, los niños reciben una propina. En el peor, ni siquiera eso.
El contacto prolongado con plomo, gasolina, pinturas industriales, disolventes o humo de soldadura provoca daños neurológicos, respiratorios y cognitivos. Así lo advierte el más reciente reporte de la OIT. Sin embargo, en los talleres informales nadie usa mascarillas, lentes protectores o guantes. Los menores comen sobre las mismas superficies donde limpian partes de motor, beben agua sin lavarse las manos y respiran óxidos sin saber que están dañando su cuerpo en silencio. Muchas veces trabajan solos, con herramientas eléctricas o químicos, en espacios reducidos donde un accidente puede no dejar testigos.
En Michoacán, el 67.8 por ciento de la fuerza laboral se encuentra en la informalidad, según datos de la Encuesta Nacional de Ocupación y Empleo (ENOE) del primer trimestre de 2025. Esta condición explica, en parte, la extensión del trabajo infantil en talleres familiares que operan al margen de la ley, sin registro oficial y sin ningún tipo de inspección. La Secretaría del Trabajo se enfoca en supervisar grandes empresas o industrias visibles, mientras que los pequeños negocios domésticos, herrerías, carpinterías, recicladoras o vulcanizadoras, operan sin vigilancia alguna.
A esto se suma el deterioro del sistema educativo en regiones marginadas, donde faltan maestros, insumos básicos, acceso al transporte o condiciones mínimas de permanencia. En muchas comunidades, los padres deciden que es más rentable tener al niño trabajando junto a ellos que perdiendo el tiempo en una escuela sin clases. Lo hacen por necesidad, pero también por costumbre, convencidos de que un oficio temprano garantiza un futuro, cuando en realidad solo lo adelanta en forma de fatiga, enfermedad o frustración.
Las consecuencias son claras: una infancia reemplazada por jornadas, un desarrollo emocional truncado, una niñez soldada al presente. Estos menores saben calibrar una válvula antes de escribir un ensayo. Aprenden a lijar láminas antes de completar la secundaria. A veces ni siquiera son considerados trabajadores por sus familias, sino “aprendices”, “ayudantes” o “chalanes”. Pero lo cierto es que realizan tareas adultas sin ninguna de sus protecciones.
Frente a esta realidad, no existe una política única capaz de revertir el fenómeno. Lo que se vive en los talleres informales de Michoacán responde a una combinación persistente de informalidad estructural, abandono educativo y tolerancia institucional. Según datos de la ENOE 2025, el 67.8 por ciento de la fuerza laboral en el estado opera en condiciones de informalidad, lo que facilita la incorporación de menores en actividades no reguladas. A esto se suma la reducción del presupuesto federal para la atención al trabajo infantil, que en 2025 sufrió un recorte del 8.2 por ciento, y la escasa vigilancia en espacios donde la explotación se disfraza de aprendizaje. En este contexto, la infancia trabajadora permanece fuera del foco de las políticas públicas y lejos de cualquier garantía real de protección.
Los talleres de plomo no son un mito, son una escena cotidiana. No están escondidos en la sierra, están a media cuadra de la primaria. Y no son excepción, son rutina. Cada niño que trabaja ahí es una historia pendiente, una pérdida estructural, un futuro que ya se vendió por partes. No es una percepción. Está medido, documentado y sigue ocurriendo.