Estudiaron, se titularon, cumplieron con todo. Y aun así, terminaron vendiendo seguros por teléfono, haciendo entregas en moto o atendiendo llamadas desde casa. No porque lo eligieran, sino porque fue lo único disponible. En Michoacán, miles de jóvenes profesionistas enfrentan una realidad que nadie les advirtió: el título no garantiza nada cuando no hay dónde ejercerlo.
Apenas uno de cada cuatro jóvenes mexicanos logra terminar una carrera universitaria. En Michoacán, aunque el acceso a la educación superior ha mejorado, la realidad es que solo una fracción logra titularse y ejercer. Es un privilegio para pocos. Y aun así, incluso quienes lo logran, se enfrentan a un escenario laboral que no cumple lo prometido.
Mientras las universidades celebran cifras récord de egresados, el mercado laboral del estado no logra absorber ni una fracción de ese talento. Según datos oficiales, más de 39 mil jóvenes michoacanos estuvieron sin empleo durante 2024. No por falta de preparación, sino porque el sistema ya no tiene espacio para ellos.
Y quienes logran encontrar trabajo, lo hacen mayoritariamente fuera de su área profesional o bajo condiciones precarias. Dos de cada tres empleos en Michoacán son informales, sin contrato ni prestaciones. El resto se reparte entre plazas mal remuneradas o esquemas temporales sin proyección.
La mayoría no está desempleada, pero sí subempleada: trabajan, pero en condiciones que no corresponden a su nivel de formación ni en el campo para el cual se prepararon. El esfuerzo académico no se traduce en una trayectoria profesional.
El problema tiene raíces estructurales. Tan solo en el ciclo 2022–2023, las universidades de Michoacán registraron más de 34 mil egresados, según cifras oficiales. Las áreas más saturadas son las de ciencias sociales, administración, derecho y educación. Pero la economía local no crece a ese ritmo. La vinculación entre universidades y empresas es débil, y el tránsito de la escuela al empleo se ha convertido en una ruta incierta.
El fenómeno se refleja también en la vida cotidiana: jóvenes de entre 25 y 34 años siguen viviendo con sus padres porque sus ingresos no alcanzan para sostener una vida independiente. No es una decisión basada en comodidad, sino en insuficiencia: la renta, el transporte y los servicios básicos consumen más de lo que se gana.
Pocos migran al extranjero. La mayoría lo hace dentro del país, en silencio, hacia ciudades como Guadalajara, Querétaro o Ciudad de México. Es una fuga interna de talento: egresados que se forman en Michoacán pero ejercen en otros estados. Los que se quedan, lo hacen muchas veces resignados a empleos que no les permiten crecer ni prosperar.
El impacto va más allá del ámbito personal. Esta situación empobrece también a la economía local: se pierde innovación, se aplaza el relevo generacional y se debilita el tejido productivo. Es una generación atrapada entre el mérito y la frustración.
Michoacán forma profesionales, pero aún no ha construido los caminos para que puedan quedarse, aportar y desarrollarse en la tierra que los educó.