Un trabajador de oficina recibe, en promedio, 117 correos al día, según el Radicati Group. Cada dos minutos, una notificación lo interrumpe, de acuerdo con RescueTime. Y según Harvard Business Review, hasta el 85 % de la jornada laboral se consume en correos, chats y reuniones digitales. Pero más allá del número, lo que importa es lo que revela: una normalidad en la que ya no hay pausas, ni bordes, ni refugio. El trabajo no se quedó en la oficina. Se metió en la casa, en el insomnio, en el cuerpo. No estamos más ocupados. Estamos más tomados. Vivimos dentro del trabajo.
La hiperconexión laboral no fue un efecto secundario. Fue una promesa mal entendida. Las tecnologías digitales, vendidas como herramientas de eficiencia y libertad, se convirtieron en cadenas invisibles. El correo llegó al celular, el chat a la cama, y con ellos, la expectativa de estar disponibles. Siempre. Ya no se trata de trabajar mejor, sino de estar conectados más tiempo, sin importar si eso produce valor o solo fatiga. La productividad, medida en presencia digital, ha sustituido al bienestar como indicador de éxito.
El nuevo tótem corporativo no es el ascenso ni el aumento salarial. Es la disponibilidad absoluta. Se mide en respuestas rápidas, en correos enviados de madrugada, en reuniones a deshoras con cámaras encendidas. La multitarea se volvió adicción institucional. Se espera que se pueda con todo, al mismo tiempo, sin que nadie se rompa. Pero se rompe.
Ya no hay línea entre tiempo productivo y tiempo propio. La pandemia lo oficializó. El trabajo remoto se volvió trabajo permanente. Y con él, el burnout dejó de ser diagnóstico para volverse cultura. Se premia la velocidad aunque implique descuido, se idolatra la conexión continua aunque implique agotamiento, se glorifica la “resiliencia” aunque signifique silencio frente al deterioro. Sin tregua. Sin cuerpo. Sin margen de vida.
Y esta cultura no se limita a los grandes centros corporativos ni a las ciudades hiperconectadas. En Michoacán, también se trabaja así: sin horario, sin frontera, sin pausa. Estados como Michoacán viven la hiperconexión bajo otras condiciones. Profesionistas que responden correos desde el transporte público, maestras que improvisan clases virtuales con datos prestados, burócratas que siguen recibiendo órdenes por WhatsApp a medianoche. Aquí, el trabajo no termina. Solo se desplaza. Y el agotamiento se vuelve paisaje.
La precariedad se combina con la hiperexigencia. No se cuenta con oficinas ergonómicas ni con internet estable, pero se espera eficiencia continua. En muchas zonas del estado, desconectarse no es una opción: es una falta. La flexibilidad, en lugar de liberar, oprime. Y el trabajo, en lugar de dignificar, consume.
La Organización Mundial de la Salud lo advierte: el burnout es una de las principales causas de pérdida de productividad y riesgo psicosocial. La paradoja es brutal: trabajamos más, producimos menos y vivimos peor. No es una falla individual. Es un sistema roto. Un sistema que mide el valor de una persona por su presencia digital, no por su bienestar. Que normaliza el insomnio, la ansiedad, la sobrecarga, como parte del “compromiso laboral”.
En tiempos donde desconectarse parece un lujo, descansar es resistencia. Apagar el celular es una forma de autodefensa. Recuperar el cuerpo, el sueño, el silencio, no es un acto egoísta. Es un derecho. Porque trabajar no debería implicar desaparecer de uno mismo. Ni en Michoacán ni en ningún lugar.