Alejandro Magno murió en junio del 323 a. C. en el palacio de Nabucodonosor II, en Babilonia, tras días de dolor abdominal, fiebre, parálisis y una progresiva pérdida de conciencia.
Su cuerpo, sin signos de descomposición durante seis días, alimentó desde entonces leyendas sobre su divinidad, pero también sospechas de envenenamiento.
Historiadores antiguos y modernos han debatido durante siglos si su muerte fue causada por enfermedad o por una conspiración.
Una de las teorías más persistentes apunta a que fue envenenado con agua del río Estigia, que la mitología vinculaba al inframundo y que incluso filósofos como Platón o geógrafos como Estrabón describían como letal.
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La historiadora Adrienne Mayor, de Stanford, retomó esta hipótesis en una investigación reciente.
Basada en estudios geológicos y toxicológicos, sugiere que en las piscinas calcáreas del Mavroneri, identificado como el verdadero Estigia, podrían haberse desarrollado toxinas naturales como la calicheamicina y ácidos de líquenes venenosos, letales incluso en pequeñas dosis.
Aunque no se puede probar que estos tóxicos estuvieran presentes en la antigüedad, el estudio de Mayor ofrece una explicación plausible de por qué el Estigia adquirió tal reputación mortal.