La doble cara del dron en Michoacán: de herramienta tecnológica a arma aérea
evangelio | 1 julio, 2025

En Michoacán, los drones ya no sobrevuelan únicamente campos agrícolas o ferias tecnológicas. Lo que alguna vez fue símbolo de innovación accesible, hoy comparte espacio con escenas de guerra: explosiones sobre presidencias municipales, artefactos improvisados lanzados desde el aire y operativos militares para contener su uso criminal. En un mismo estado, conviven los salones de clase donde jóvenes aprenden a pilotar drones con fines civiles, y los pueblos donde esas mismas máquinas se transforman en instrumentos de ataque.

La expansión de esta tecnología ha rebasado el marco educativo y agrícola. Si bien existen cursos certificados que promueven su uso profesional, los vacíos legales y la precariedad del control aéreo han permitido que grupos del crimen organizado adapten drones comerciales para lanzar explosivos, marcar rutas y vigilar territorios.

Capacitación civil con aval oficial

En Morelia, instituciones como el Tecnológico Nacional de México, campus Morelia, han abierto las puertas al pilotaje de drones como una disciplina seria. Mediante cursos sabatinos impulsados por el capítulo estudiantil DroneXplorers, decenas de personas reciben formación en normativas de vuelo, modelos DJI, simuladores digitales y protocolos de seguridad. Con una duración de 25 horas distribuidas en cinco semanas, los programas están avalados por el Instituto de Educación Media Superior y Superior de Michoacán (IEMSySEM), y permiten a los asistentes egresar con constancias oficiales válidas.

La mayoría de quienes asisten a estos cursos lo hacen con propósitos profesionales: topógrafos, agrónomos, fotógrafos, técnicos en infraestructura, incluso personal de protección civil. Los drones han demostrado ser aliados versátiles en el mapeo geográfico, la inspección de terrenos, el monitoreo de cultivos y la búsqueda de personas en zonas agrestes. En muchos sentidos, se han convertido en una herramienta del desarrollo.

Pero esa misma versatilidad ha sido apropiada por otra lógica: la de la violencia.

Tecnología en manos del crimen

En las últimas semanas, Michoacán ha vivido una escalada de agresiones perpetradas con drones cargados con explosivos.

El 9 de junio de 2025, en el municipio de Benito Juárez, dos artefactos aéreos fueron dirigidos contra la presidencia municipal. Aunque no hubo víctimas mortales, las explosiones dañaron varias fachadas y comercios del primer cuadro del municipio. El ataque, ejecutado con precisión y a plena luz del día, obligó a desplegar un operativo conjunto entre la Guardia Nacional y el Ejército.

Tan solo un día antes, en la comunidad de El Rodeo, elementos de la Guardia Civil aseguraron 18 artefactos explosivos improvisados que habían sido adaptados para ser lanzados desde drones. El material, compuesto por pólvora aluminizada, clorato de potasio, azufre y detonadores, reveló el nivel de ensamblaje que han alcanzado estos grupos. No se trataba de simples fuegos artificiales, sino de cargas diseñadas para causar daño real.

Semanas atrás, el 23 de abril, en la zona rural de Los Hornos, en Apatzingán, cinco drones con al menos 68 explosivos fueron interceptados por elementos del Ejército antes de llegar a su objetivo. El hallazgo se dio apenas 24 horas después de que, en el municipio de Buenavista, se localizaran otros 168 dispositivos explosivos y sustancias químicas, listas para ser cargadas en aparatos similares. Lo inquietante no era solo la cantidad, sino la evidencia de que estas operaciones se están sistematizando: los explosivos son ensamblados con técnicas repetidas, los vuelos son coordinados, y los objetivos parecen cada vez más estratégicos.

En otro operativo en el municipio de Tuzantla, a mediados de junio, se logró destruir una flotilla de 12 drones que presuntamente pertenecían a un grupo armado. Junto con los drones se aseguraron más de 300 artefactos explosivos que, de acuerdo con reportes oficiales, serían utilizados en ataques similares a los ya registrados.

Estos incidentes no sólo dan cuenta de una táctica: revelan una transformación en la manera en que el crimen organizado ejerce el poder territorial. Los drones, que comenzaron como herramientas de vigilancia, ahora son parte de su arsenal aéreo. La violencia, en Michoacán, también se libra desde el cielo.

Un vacío legal con consecuencias

La respuesta del Estado ha sido reactiva. Las fuerzas armadas han decomisado explosivos, han intensificado los patrullajes y han realizado operativos en municipios como Benito Juárez, Tuzantla y Apatzingán. Sin embargo, ninguna de estas acciones ha derivado, hasta ahora, en detenciones concretas relacionadas con el uso armado de drones. No hay líneas de investigación claras, ni una estrategia estatal exclusiva para contener esta modalidad.

La falta de regulación es parte del problema. Aunque la Agencia Federal de Aviación Civil establece lineamientos para el uso de aeronaves no tripuladas, en la práctica no existe un registro funcional ni mecanismos activos de supervisión. En zonas rurales, los vuelos ocurren sin permisos, sin identificación de usuarios y sin control. Esta ausencia ha facilitado que los drones, disponibles en cualquier tienda especializada, se conviertan en vehículos de guerra artesanal.

Un territorio disputado en el aire

La dualidad es evidente. En un aula del TecNM, estudiantes ensayan trayectorias aéreas para fines topográficos, mientras a 200 kilómetros de distancia, un grupo armado modifica un dron idéntico para cargar explosivos y lanzarlos sobre un edificio público. El mismo aparato, con la misma tecnología, opera en dos realidades distintas. Una con constancia oficial, otra con detonador artesanal.

Lo preocupante no es sólo la facilidad con la que un dron puede convertirse en arma, sino la velocidad con que esa transformación se ha normalizado. Lo que comenzó como un experimento táctico del crimen ha escalado en frecuencia y sofisticación. Hoy, en municipios de la Tierra Caliente y el Oriente michoacano, los drones ya no son sorpresa: son amenaza cotidiana.

El dron ha dejado de ser únicamente una herramienta de futuro. En Michoacán, se ha convertido también en un espejo del presente: tecnológico, accesible, ambivalente. Su potencial para mejorar la vida convive con su capacidad para destruirla. Esa paradoja no es culpa del dron, sino del entorno que lo rodea: una combinación de ausencia institucional, conflicto armado y vacío legal.

Frente a esa realidad, urge una regulación que no solo limite, sino que distinga. Que separe la innovación civil del uso criminal. Que proteja a quienes aprenden a volar drones para producir y construir, y que contenga a quienes los utilizan para extender la violencia desde el cielo.

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