En los últimos años, en decenas de comunidades rurales de Michoacán, las campanas escolares dejaron de sonar no por falta de maestros, sino por falta de alumnos. La migración forzada de familias enteras, ya sea por violencia, pobreza o falta de servicios, está desmantelando sin declaratoria formal el sistema educativo en muchas zonas del estado. Las escuelas no cierran oficialmente, pero quedan en pie como ruinas funcionales: abiertas en papel, vacías en la práctica.
Según cifras de la Secretaría de Educación del Estado (SEE), entre 2019 y 2024 más de 170 escuelas rurales reportaron disminuciones en su matrícula superiores al 50 %, especialmente en municipios como Aguililla, Tepalcatepec, Tumbiscatío, Arteaga y algunas regiones de la Sierra-Costa. En al menos 35 de esos planteles, ya no asiste ningún alumno de forma regular.
La migración, factor silencioso
A diferencia de las cifras de violencia o de pobreza, el vaciamiento educativo no suele ser registrado con urgencia. Pero sus efectos son duraderos. Cada familia que se va se lleva no solo su casa, sino también a sus hijos, su historia, su lengua y su presencia escolar. En palabras de una profesora de nivel básico en Coalcomán: “Un día tienes 15 niños, al siguiente quedan 6. Luego ninguno. Y ahí sigue la escuela, con pupitres alineados, esperando que vuelvan”.
Este fenómeno no es nuevo, pero se ha acelerado. De acuerdo con datos del INEGI, en el periodo 2020–2023, más de 63 mil personas migraron de zonas rurales michoacanas a otros estados o países, y en casi la mitad de los casos fueron unidades familiares completas. Muchas de estas familias citan como razones la inseguridad, la falta de empleos, el abandono institucional o la ausencia de servicios básicos como agua potable, transporte o médicos.
Maestros itinerantes, aulas fantasmas
El impacto no es solo en los alumnos. Docentes asignados a comunidades con pocos o nulos estudiantes son reubicados, reasignados o, en algunos casos, enviados a escuelas multigrado con población variable. Hay quienes permanecen meses asistiendo a una escuela sin alumnos, cumpliendo horario, levantando reportes administrativos de un ciclo escolar inexistente.
En 2023, la SEE documentó al menos 92 casos de planteles donde solo quedaba un maestro en funciones y ningún alumno presente. Y en muchos otros, el descenso de matrícula implicó que las escuelas fueran degradadas a condición de “centros comunitarios” o simplemente abandonadas sin cerrar de forma oficial.
Efectos invisibles, decisiones pospuestas
El cierre silencioso de escuelas rurales no es un acto administrativo: es una consecuencia. Cuando se cae la matrícula, no hay ceremonia de clausura, ni protocolos de despedida. Simplemente dejan de asistir los niños, y los programas educativos pierden sentido. La comunidad lo asume como parte del éxodo cotidiano. Es una despedida sin fecha ni acta.
Sin embargo, este fenómeno también implica una pérdida de presencia estatal, pues en muchas localidades la escuela era el único vínculo constante con el gobierno. Su desaparición acelera el aislamiento, la vulnerabilidad y la pérdida de cohesión social.
Una escuela abierta, pero sin nadie que llegue
En localidades como Zicuirán, en La Huacana, o Loma Blanca, en Aquila, las escuelas aún figuran en el sistema como activas, pero no hay registros de actividad académica desde hace más de dos años. En algunas, los techos siguen en buen estado y las pizarras aún muestran restos de clases anteriores, como si alguien fuera a volver. Pero los niños se fueron. Y con ellos se fue la posibilidad de educar sin moverse.
La Secretaría de Educación reconoce el fenómeno, pero no ha implementado una estrategia integral. Las soluciones se limitan a reubicaciones, tutorías virtuales o apoyos logísticos a las familias que migran. No existen políticas para detener el vaciamiento, ni para reinstalar servicios en zonas en abandono. Tampoco hay protocolos para cerrar escuelas de manera estructurada y con criterios pedagógicos.
La consecuencia es una red de escuelas “zombi”, que existen solo en registros, mientras los pueblos que las albergaban se disuelven entre traslados y promesas de retorno que rara vez se cumplen.
La educación rural en Michoacán está perdiendo sus cimientos no solo por falta de inversión, sino porque las comunidades donde debía florecer están desapareciendo. No se trata de cerrar escuelas, sino de entender por qué se vacían. De preguntarse cuántos más se irán, cuántos niños más crecerán sin tierra ni salón, y si el Estado está dispuesto a esperar su regreso,o a construir algo donde ahora solo quedan ruinas escolares y polvo.