Michoacán recibió 5 647 millones de dólares en remesas durante 2024, según datos oficiales. La cifra representa el 11.1 % del PIB estatal y posiciona al estado como el mayor receptor del país. Estos ingresos, provenientes en su mayoría de connacionales que trabajan en Estados Unidos, superan incluso el 24 % del presupuesto público local. Son más que una ayuda familiar: constituyen una fuerza económica silenciosa que mantiene a flote a comunidades enteras.
El 22.9 % de los hogares michoacanos recibe remesas de forma regular. En ausencia de empleos formales estables o de una red social sólida, ese dinero paga alimentos, renta, consultas médicas, colegiaturas y, en muchos casos, construye viviendas o levanta pequeños negocios. No es una ayuda ocasional, sino un ingreso estructural que sostiene el consumo local en cientos de municipios. Se ha convertido en un pilar paralelo al salario y, en algunas regiones, lo ha sustituido por completo.
Aunque la mayoría de las remesas llegan por canales electrónicos formales, sigue existiendo una proporción no cuantificada que transita por vías informales, elevando riesgos de fraude, sobrecostos o mal uso. Además, el contexto político en Estados Unidos mantiene una amenaza latente: propuestas de impuesto a remesas han sido retomadas por sectores conservadores, lo que pondría en jaque no solo a los migrantes, sino a la economía interna de estados como Michoacán.
Con más de 1 269 millones de dólares recibidos en los primeros tres meses de 2025, el estado continúa en una racha ascendente. La dependencia, sin embargo, también revela su fragilidad: cualquier choque externo, como la pérdida de empleos en el exterior, cambios migratorios o regulación bancaria, afectaría de forma directa a cientos de miles de familias.
Pese al volumen, la mayor parte del dinero se va rápidamente en gasto inmediato. Son pocas las experiencias en las que las remesas se canalizan a proyectos productivos, ahorro formal o inversión comunitaria. Aún no existen mecanismos públicos suficientemente sólidos para fomentar el uso estratégico de estos recursos. Y eso implica una oportunidad perdida.
Porque lo que hoy sostiene a Michoacán no es una política económica ni un programa de gobierno, sino el esfuerzo cotidiano de quienes cruzaron fronteras y siguen enviando, peso a peso, el sostén de quienes se quedaron. Frente a esa realidad, el desafío no es solo agradecer, sino diseñar una economía que transforme ese sacrificio en desarrollo. Una que, en lugar de depender de la distancia, construya futuro aquí, con las bases que ya existen.