La geografía del miedo en Morelia: colonias que aprenden a vivir bajo silencio
evangelio | 20 septiembre, 2025

En Morelia, las luces del Centro Histórico contrastan con las sombras que cubren buena parte de la periferia. Ahí, en calles que se pierden rumbo a Tarímbaro, Charo o Zinapécuaro, la inseguridad dejó de ser noticia para convertirse en costumbre. Los vecinos saben que el peligro está cerca, pero han aprendido a callar: denunciar ya no es opción, hablar es exponerse, y la vida diaria se reduce a rutinas bajo llave.

Un diagnóstico ciudadano reciente identificó cientos de colonias catalogadas como focos rojos por la incidencia de delitos comunes: robos de vehículos, asaltos a transeúnte y hurtos en casa habitación. No se trata de episodios aislados, sino de una red extensa que cubre desde las orillas norte hasta el sur de la ciudad. A ello se suma un fenómeno que las propias autoridades han reconocido: los coletazos de la violencia regional llegan a Morelia desde municipios vecinos, arrastrando consigo las disputas del crimen organizado.

La periferia vive como frontera. Lo que ocurre en carreteras como la salida a Pátzcuaro o los accesos a Queréndaro y Zinapécuaro repercute en colonias que, sin ser epicentro de enfrentamientos armados, sienten la vulnerabilidad en cada esquina. La periferia es la línea intermedia: a medio camino entre la capital turística y el campo atravesado por la violencia.

En esos márgenes, Villas del Pedregal se ha convertido en un caso emblemático. Es el fraccionamiento más grande de Morelia y un ejemplo de comunidad que alterna entre la presencia intermitente de la autoridad y la autoorganización vecinal. Ahí se han documentado rondas comunitarias y detenciones ciudadanas, al tiempo que la Fiscalía estatal ha realizado cateos contra narcomenudeo y extorsión. En Villas, la justicia se improvisa: no se trata de linchamientos consumados, pero sí de ajusticiamientos simbólicos que envían un mensaje crudo: la gente se protege por cuenta propia porque el Estado llega tarde o no llega.

El otro rostro del miedo aparece en las salidas carreteras de Morelia, en especial en las llamadas cachimbas o cafeterías de paso. En al menos cinco establecimientos de este tipo, en los últimos meses, se han registrado ataques armados, confirmados por investigaciones de la Fiscalía estatal y federal. Estos espacios, puntos de reunión de transportistas y familias, se han vuelto símbolos de la fragilidad del entorno: el café de madrugada se convierte en riesgo, y cruzar la ciudad temprano es un acto de valor.

Las cifras oficiales del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública confirman que Morelia mantiene una tendencia al alza en delitos como robo a negocio, robo de vehículo y lesiones dolosas en 2025, con picos superiores a los del año anterior. A la par, la Encuesta Nacional de Seguridad Urbana (ENSU) del INEGI) revela que más del 70% de los habitantes de la ciudad se sienten inseguros en su entorno inmediato. Es la brecha entre lo que dicen los reportes de patrullaje y lo que experimenta el ciudadano en su vida diaria.

El contraste se amplía al mirar otros municipios de Michoacán. En Uruapan, Zamora y Apatzingán, la percepción de inseguridad se ubica entre las más altas del país. Y en comunidades indígenas como Cherán, Nurío o Arantepacua, el vacío de autoridad ha dado paso a rondas comunitarias y kuarichas reconocidas oficialmente, cuerpos de autovigilancia que funcionan como policía comunal y que, en algunos casos, sustituyen a la policía municipal ausente. En al menos trece municipios del estado no hay corporaciones propias, lo que refuerza la tendencia de comunidades a organizar su propia seguridad ante la ausencia de estructuras formales. Mientras en la Meseta Purépecha las rondas comunitarias fueron integradas al esquema de seguridad, en Morelia la improvisación vecinal revela la falta de un diseño institucional para la periferia urbana.

La escena se repite: rejas nuevas, candados dobles, comercios que bajan temprano, niños que aprenden el mapa de lo prohibido. Callarse se vuelve protocolo. Pero el silencio tiene costos: erosiona el tejido comunitario, normaliza la violencia y vacía de sentido la promesa básica del Estado.

Mientras tanto, la política de seguridad oscila entre operativos visibles en el centro y promesas de reforzar la vigilancia en las orillas. Sin embargo, la percepción de los habitantes es otra: que la autoridad llega tarde, que el patrullaje no alcanza, que las cámaras y las luminarias no disuaden a quien sabe que el miedo ya está instalado.

El efecto social es profundo. La periferia se convierte en un territorio donde la confianza en la autoridad se erosiona y donde la normalización del miedo marca a generaciones enteras. Porque lo que está en juego no es solo la estadística delictiva, sino la posibilidad de vivir con voz, con denuncia y con derechos.

En Morelia, el verdadero mapa de la inseguridad no se dibuja en comunicados ni en balances oficiales: se traza en las colonias que aprendieron a callar para seguir existiendo.

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