Durante décadas, el trabajo en México y en buena parte del mundo se sostuvo sobre una premisa simple: estudiar, aprender un oficio o incorporarse a una fábrica garantizaba cierta estabilidad. Esa ecuación ya no existe. En silencio, sin una fecha que marque el inicio y sin una crisis visible que explique el cambio, los empleos tradicionales comenzaron a transformarse hasta volverse irreconocibles. La reconversión laboral no llegó como una ola repentina, sino como una marea que avanza cada día, desplazando oficios enteros y exigiendo habilidades que la mayoría de la población nunca tuvo oportunidad de desarrollar.
En las plantas de manufactura del país, la automatización avanza con una rapidez que no siempre se refleja en la conversación pública. Robots que antes funcionaban solo en industrias altamente especializadas ahora ensamblan piezas, clasifican mercancías y realizan tareas que daban sustento a miles de familias.
En los centros logísticos, algoritmos organizan rutas, evalúan desempeño y toman decisiones que antes requerían equipos completos de supervisores. La inteligencia artificial, todavía incomprendida por amplios sectores de la sociedad, se ha convertido en un actor silencioso que redistribuye trabajo y redefine responsabilidades sin generar resistencia inmediata porque sus efectos se acumulan de forma gradual.
El desafío de México es particular debido a la magnitud de la informalidad. Más de la mitad de la fuerza laboral carece de seguridad social, estabilidad contractual, capacitación o acceso a actualización profesional. Son trabajadores que permanecen al margen del sistema y que están expuestos al reemplazo porque participan en actividades fácilmente automatizables, como comercio informal, servicios básicos, transporte y manufactura ligera. Conforme la tecnología se vuelve más accesible, la sustitución se acelera y amplía la brecha entre quienes pueden adaptarse y quienes no.
A nivel global, la tendencia es similar. La OCDE estima que al menos una cuarta parte de los empleos actuales podría automatizarse total o parcialmente en menos de dos décadas. Países como Corea del Sur, Alemania y Singapur ya implementan estrategias nacionales de reconversión que incluyen capacitación masiva en habilidades digitales, análisis de datos, mantenimiento de sistemas automatizados y alfabetización tecnológica para trabajadores de todas las edades. México, en contraste, continúa sin un programa estructural que prepare a su población para la economía que ya está emergiendo.
El sistema educativo también enfrenta rezago. Muchas universidades conservan programas diseñados para un mercado laboral que ya no existe, mientras las empresas requieren perfiles capaces de combinar conocimientos técnicos con competencias digitales. Hoy se valoran tanto las habilidades para operar maquinaria automatizada o interpretar datos como la capacidad de resolver problemas, tomar decisiones y trabajar con herramientas digitales que evolucionan con rapidez. Esta demanda se encuentra desconectada de la oferta educativa en la mayoría de los estados.
La reconversión laboral no es solo una transición económica. Representa un punto de inflexión social. Si el país no logra preparar a su fuerza de trabajo, millones de personas quedarán atrapadas en empleos mal pagados, vulnerables o directamente obsoletos. La tecnología no es el enemigo. El verdadero riesgo es la ausencia de políticas públicas que permitan a la población adaptarse a un entorno que ya cambió. Las sociedades que comprendan esta transformación y actúen con anticipación serán las que aprovechen la nueva economía. Las que no, enfrentarán una forma distinta de exclusión, determinada no por la falta de oportunidades, sino por la incapacidad de ingresar a un mercado que exige habilidades que nunca se enseñaron.