Michoacán produce más aguacate que cualquier otro lugar del planeta. Tan solo en 2024, el estado generó más de 2.6 millones de toneladas y, para este 2025, se proyecta que exporte 1.34 millones, lo que representa más del 80 por ciento del volumen total enviado por México al extranjero. Cada caja que cruza la frontera genera valor, reconocimiento y divisas. Pero también carga, sin decirlo, una deuda social: una porción significativa de ese aguacate fue cosechada con manos pequeñas, cuerpos en desarrollo y niñez interrumpida.
Mientras el mercado celebra los récords de exportación, las cifras locales cuentan otra historia. En Michoacán, más de 200 mil menores de entre cinco y diecisiete años trabajan, y al menos ocho de cada diez lo hacen en el campo. Algunos ayudan en huertas familiares, otros son contratados sin registro ni supervisión. Muchos lo hacen sin ir a la escuela, sin equipo de protección y sin saber que su trabajo no está permitido por la ley.
El contraste es brutal. El llamado oro verde alimenta el comercio global, pero en origen deja a miles de niños expuestos a machetes, pesticidas y jornadas que no deberían existir. La riqueza se acumula en otro lado. Aquí, entre árboles perfectamente alineados, lo que florece es una infancia que nunca fue protegida.
En comunidades como Tancítaro, Peribán, Uruapan y Salvador Escalante, la escena es cotidiana. Niñas y niños desyerban, cargan costales, aplican fertilizantes y rocían pesticidas sin protección. Las faenas comienzan temprano y suelen extenderse durante toda la jornada. La mayoría de estos menores no aparece en los registros laborales, porque trabajan en huertas familiares o en esquemas informales donde no existe inspección ni obligación.
A nivel nacional, la Encuesta de Trabajo Infantil 2025 señala que 3.7 millones de menores realizan alguna actividad económica, y el 58.8 por ciento lo hace en ocupaciones no permitidas. La agricultura concentra la mayoría de estos casos. En Michoacán, esta cifra adquiere rostro entre árboles de aguacate, donde la infancia se convierte en mano de obra barata, invisibilizada y sin garantías.
Te puede interesar: El aguacate, un aliado milenario para enfrentar desafíos actuales
Las consecuencias se acumulan. Más del 30 por ciento de los menores trabajadores no asisten regularmente a clases, y en las zonas rurales ese porcentaje es aún mayor. La falta de maestros, transporte y servicios básicos hace que muchas familias consideren más práctico llevar a los hijos al campo que enviarlos a una escuela sin condiciones. La escuela queda lejos. El machete, cerca.
También hay efectos físicos y emocionales. La exposición al sol extremo, al contacto con agroquímicos y al uso de herramientas peligrosas puede provocar afectaciones neurológicas, respiratorias y musculares. Según la OIT y UNICEF, los menores que laboran en actividades agrícolas tienen un mayor riesgo de padecer enfermedades crónicas y presentar rezagos en su desarrollo integral. Y sin embargo, en los huertos no hay diagnósticos ni vigilancia médica. Solo trabajo continuo y silencio institucional.
Todo esto ocurre en medio de una industria que presume liderazgo global. En 2024, las exportaciones de aguacate generaron más de tres mil millones de dólares. Michoacán, que concentra más del 80 por ciento de esa producción, se ha convertido en una plataforma agroexportadora sin comparación. Pero ni los jornaleros adultos tienen seguridad social ni los menores que trabajan en el sector tienen derechos reconocidos.
Las causas son múltiples. La informalidad del campo, la falta de supervisión laboral, la tolerancia institucional y la normalización cultural del trabajo infantil forman una red compleja que protege al sistema, no a los niños. Las autoridades reconocen el fenómeno, pero carecen de mecanismos para intervenir eficazmente en zonas rurales dispersas. Las estadísticas oficiales se quedan cortas. Las políticas públicas no alcanzan.
Organismos internacionales han planteado soluciones claras: brigadas móviles de inspección, modelos escolares adaptados al entorno agrícola, subsidios directos a familias jornaleras y exigencias de trazabilidad ética en la cadena de exportación. Algunas marcas que envían producto a Estados Unidos o Europa han comenzado a implementar sellos de producción libre de trabajo infantil, pero su cobertura es todavía limitada y no toca a los pequeños productores.
Los niños que hoy trabajan en los huertos de aguacate no son una anécdota ni una excepción. Son el punto ciego de una economía que exporta bienestar y deja pobreza en casa. Cada costal que cargan, cada pesticida que respiran, cada clase que pierden, es una señal de alarma. Y sin embargo, la infancia sigue enterrada entre los árboles, sin derechos, sin nombre, sin defensa.