Morelia celebró anoche el Grito de Independencia bajo el resplandor de fuegos artificiales y la solemnidad del Palacio de Gobierno. El gobernador Alfredo Ramírez Bedolla salió al balcón para vitorear a las heroínas y héroes de la patria, sumando un guiño a mujeres y pueblos originarios, en sintonía con el discurso nacional de Claudia Sheinbaum. La plaza lució adornada, la música acompañó el ritual y, pese a la lluvia, cientos acudieron a la cita anual. Sin embargo, a pocos kilómetros de distancia, en colonias periféricas y municipios vecinos, el silencio sustituyó al festejo: la violencia volvió a dictar la agenda de las celebraciones patrias.
En Morelia se habló de saldo blanco, de operativos coordinados y de la fiesta como símbolo de unidad. Pero en otros puntos de Michoacán, la realidad fue distinta. Uruapan canceló de última hora tras el asesinato de un policía la noche del 14 de septiembre; el alcalde Carlos Manzo reconoció que no había condiciones mínimas de seguridad y pidió auxilio directo a la presidenta. Zinapécuaro, Peribán y Tocumbo también suspendieron el Grito y el desfile cívico-militar del 16 de septiembre ante amenazas del crimen organizado y el riesgo de enfrentamientos. La decisión fue drástica pero clara: proteger vidas resultó más urgente que sostener la tradición.
Lo ocurrido en Michoacán se replicó en distintas regiones del país. En al menos siete entidades, el 15 de septiembre quedó marcado por cancelaciones o reducciones de los festejos patrios. En Sinaloa, el gobierno estatal optó por realizar un acto protocolario sin verbenas masivas, mientras que en Veracruz, Oaxaca y el Estado de México varios municipios suspendieron el Grito por amenazas directas y hechos de violencia recientes.
En Iztapalapa, Ciudad de México, la verbena fue suspendida en señal de duelo por una tragedia local, y en Campeche comunidades como Calkiní y Bécal también optaron por cancelar. Así, decenas de localidades en distintas regiones del país terminaron por renunciar a la festividad pública, dejando claro que la noche más simbólica del calendario mexicano estuvo marcada no sólo por la memoria histórica, sino por la fragilidad del presente.
El contraste es inevitable. Mientras en el Centro Histórico de Morelia la ceremonia fue custodiada por vallas, patrullas y un despliegue que aseguró la solemnidad del acto, en la periferia prevaleció la consigna de quedarse en casa. Para los asistentes al centro, el miedo se disipó entre luces tricolores; para quienes habitan comunidades más expuestas, el miedo se quedó como compañía cotidiana. No se trata de dos Michoacanes distintos, sino del mismo estado fragmentado por una violencia que marca dónde se puede gritar y dónde conviene callar.
El Grito es, por definición, un acto de memoria y de reafirmación nacional. Pero lo ocurrido anoche deja en claro que la memoria histórica se cruza con la vulnerabilidad presente. El eco de los “¡Viva!” retumba fuerte en el corazón de la capital, mientras en municipios enteros apenas se escuchó el murmullo de la desconfianza. La paradoja no puede pasar desapercibida: Michoacán sigue dividido entre la fiesta del centro y el miedo de la periferia. Y en esa fractura se juega mucho más que una ceremonia: se mide la capacidad del Estado para garantizar que el grito de independencia no se convierta en un privilegio reservado para unos pocos.
Esa tensión se entiende mejor si se observa lo que hay detrás de cada celebración. En Morelia, más de dos mil elementos de seguridad fueron desplegados para blindar la zona centro; soldados, policías y Guardia Nacional se mezclaron entre los arcos coloniales para garantizar que nada alterara la ceremonia. Aun así, entre los presentes había quienes confesaban que acudieron “con miedo, pero con ganas de estar ahí”, como si participar fuera también un acto de resistencia cívica.
En contraste, municipios como Uruapan o Zinapécuaro optaron por suspender, recordando que la violencia no es un fantasma abstracto: es una amenaza concreta que decide cuándo se puede gritar y cuándo no. Y sobre todo, sigue presente el recuerdo de 2008, cuando las granadas lanzadas en la misma plaza de Morelia dejaron muertos y heridos en un trauma colectivo que aún condiciona cada 15 de septiembre. Anoche, el Estado pudo garantizar la fiesta en el centro, pero la periferia se mantuvo en silencio. Esa es la paradoja: un mismo pueblo, dos realidades, y un grito que no logra escucharse por igual en todo Michoacán.