Las mujeres del humo: brigadistas rurales sin uniforme
evangelio | 26 junio, 2025

Cuando el monte arde, ellas no llaman al 911. Caminan. Algunas cargan cubetas, otras machetes. Las más jóvenes arrastran costales húmedos para azotar las llamas. No tienen radios, ni trajes ignífugos, ni botas con punta de acero. Tienen huaraches, blusas tradicionales y una decisión implacable: no dejar que el fuego devore su tierra.

Así enfrentan los incendios forestales decenas de mujeres en comunidades indígenas y rurales de Michoacán. Son madres, abuelas, parteras, productoras de maíz. Algunas aprendieron a combatir el fuego viendo a sus padres, otras simplemente reaccionaron cuando las llamas amenazaron sus cultivos o su casa. Ninguna fue convocada por el gobierno. Ninguna figura en las estadísticas oficiales.

En las últimas temporadas, municipios como Nahuatzen, Paracho, Uruapan, Los Reyes, Cherán y Zitácuaro han enfrentado incendios de gran intensidad. La mayoría ocurre en zonas montañosas donde las brigadas estatales no llegan, o lo hacen tarde. En ese vacío, son las mujeres quienes han asumido el rol de primera respuesta.

Según datos oficiales de la Comisión Nacional Forestal, Michoacán registró más de mil 500 incendios forestales en 2024, con un saldo superior a 40 mil hectáreas afectadas. La mayoría se concentró en la región Centro y la Meseta Purépecha. A pesar de la magnitud del daño, el presupuesto estatal destinado a prevención, capacitación y reforestación fue reducido más de 30 % respecto al año anterior. Mientras los discursos políticos giran en torno al combate al cambio climático, en el campo las llamas avanzan sin contención.

“Aquí, si esperas a que llegue Protección Civil, ya se quemó todo. Nosotras no tenemos tiempo de esperar. El fuego se apaga con lo que haya”, cuenta Martina, de 54 años, habitante de una comunidad en la sierra de Uruapan. Su grupo ha respondido a cinco incendios en lo que va del año. En ninguno hubo presencia oficial.

No hay presupuesto ni capacitación. A veces, las propias mujeres se organizan para hacer rondines cuando la sequía se prolonga o cuando detectan humo en los cerros. Usan señales con espejos, chiflidos, mensajes por WhatsApp si hay cobertura. Otras veces, simplemente corren al monte con lo que tienen. No hay sistema, pero hay respuesta.

Algunas comunidades han comenzado a reconocer su labor. En Cherán, por ejemplo, los consejos comunales han integrado a mujeres en la organización de guardias forestales. Pero en la mayoría del estado, estas brigadistas operan bajo la lógica del deber no nombrado. No se asumen como heroínas ni esperan reconocimientos. “Es mi casa, es mi bosque, es mi comida. ¿Quién más lo va a cuidar?”, dice Antonia, de 63 años, en la zona de Tingambato.

Muchas han resultado heridas. Inhalan humo durante horas, sufren quemaduras leves, se deshidratan. Ninguna cuenta con seguro ni atención médica garantizada. En algunos casos, han sido reprimidas por intentar apagar incendios provocados en terrenos en disputa. En otros, son vistas con desdén por los propios hombres, que consideran que “eso no es cosa de mujeres”.

Pese a ello, no han dejado de actuar. Para muchas, el fuego no es una amenaza abstracta, es un enemigo íntimo que conocen desde la infancia. Saben leer su dirección, anticipar los vientos, proteger los manantiales. Lo hacen con intuición, con práctica, con cuidado. Lo hacen porque nadie más lo hace.

En un estado donde la crisis climática se acelera y la institucionalidad flaquea, estas mujeres representan una fuerza de contención invisible. Su lucha no está en los discursos ni en las estadísticas. Está en los bordes del bosque, entre cenizas, respirando humo y sosteniendo con las manos lo que otros abandonaron.

Quizá un día aparezcan en algún informe oficial, con nombre, con registro, con presupuesto. Pero mientras eso ocurre, si ocurre, ellas seguirán caminando hacia el fuego como lo han hecho siempre: sin escudos, sin aplausos y sin otra opción.

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