La madrugada del miércoles 23 de abril, un nuevo crimen estremeció al municipio de Álvaro Obregón.
A un costado de la carretera que conecta con Morelia, en las inmediaciones de la comunidad de Chehuayo, fue localizado un vehículo envuelto en llamas. Tras ser sofocado el incendio por elementos de Protección Civil, se descubrió en el interior un cadáver calcinado, con aparentes heridas de arma de fuego.
Al lugar acudió personal de la Fiscalía General del Estado y de la Unidad de Servicios Periciales y Escena del Crimen (USPEC), quienes realizaron las diligencias correspondientes y trasladaron los restos al Servicio Médico Forense. Hasta el momento, la víctima no ha sido identificada y no se ha informado de personas detenidas.
Este caso representa el cuarto hecho en menos de un mes con características similares dentro del mismo municipio. El pasado 19 de abril, tres cuerpos calcinados fueron localizados en distintos puntos de Álvaro Obregón, todos dentro de vehículos incendiados y con signos de violencia.
La coincidencia en el patrón y el corto lapso entre los casos han encendido alertas entre autoridades y ciudadanos.
Hasta ahora, la Fiscalía no ha emitido una postura oficial que vincule los casos entre sí o que confirme una línea clara de investigación.
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Sin embargo, fuentes extraoficiales dentro del ámbito de seguridad refieren que la modalidad utilizada en los crímenes apunta a la posible operación de células delictivas que emplean el fuego como táctica de encubrimiento y amedrentamiento.
La práctica de calcinar cuerpos se ha vuelto común entre grupos criminales en México. Según datos del proyecto “Violencia y Terror”, impulsado por académicos y colectivos de derechos humanos, entre 2006 y 2023 se documentaron al menos tres mil 168 hallazgos de cuerpos calcinados en el país.
En muchos casos, los restos fueron encontrados en vehículos o terrenos baldíos, acompañados de signos de tortura o ejecución.
Esta táctica tiene múltiples propósitos: eliminar evidencias forenses, dificultar la identificación, reducir la presión pública y judicial, y ejercer control mediante el terror. En algunos contextos, el fuego se vuelve no solo método sino lenguaje: un mensaje claro de dominio territorial y de impunidad funcional.
Casos emblemáticos como el del Rancho El Papayal, en Guerrero, o el reciente hallazgo en Teuchitlán, Jalisco, donde se localizaron restos calcinados en un presunto centro de exterminio vinculado al Cártel Jalisco Nueva Generación, confirman que esta forma de violencia no es aleatoria, sino estructural.
La repetición de estos crímenes en Álvaro Obregón no solo revela una escalada de violencia local, sino la instalación de una mecánica de exterminio que parece operar con libertad.
En un país donde el fuego se ha vuelto método habitual del crimen organizado, la falta de respuestas concretas por parte de las instituciones no solo perpetúa la impunidad, sino que normaliza la desaparición sin rostro, sin nombre, sin justicia.