En la Meseta Purépecha, el humo no siempre anuncia sequía. En municipios como Cherán, Capácuaro, San Francisco Pichátaro o Nahuatzen, cada temporada de incendios forestales arrastra la sospecha de que el fuego no es casual, ni natural, ni inevitable. Año con año, hectáreas de bosque se consumen en llamas que no responden a rayos ni descuidos, sino a estrategias calculadas para cambiar el uso de suelo, imponer control territorial o desplazar a comunidades incómodas.
Los comuneros lo han dicho una y otra vez: el fuego es una herramienta del crimen organizado. Lo han documentado, lo han denunciado, y aun así las instituciones ambientales, estatales y federales, han reaccionado tarde o no han reaccionado en absoluto. Según cifras oficiales de CONAFOR, Michoacán ocupa consistentemente los primeros lugares nacionales en número de incendios forestales, pero esa estadística esconde una verdad más grave: muchos de esos incendios son provocados.
En abril de 2022, autoridades locales de Ziracuaretiro denunciaron que al menos dos siniestros registrados en el cerro El Cabrero, uno de ellos de más de 250 hectáreas, fueron intencionales. La sospecha recaía en operadores de grupos criminales que buscan liberar tierra para nuevos cultivos. No fue un caso aislado. En Capácuaro, Cherán y Uruapan, brigadas comunitarias han identificado patrones similares: tras el incendio, viene la limpieza, y poco después surgen nuevas huertas de aguacate, caminos abiertos o instalaciones ganaderas.
Organizaciones como Climate Rights International han investigado la relación entre deforestación, violencia y expansión del aguacate en Michoacán. En su informe Unholy Guacamole, publicado en 2024, documentan cómo muchas huertas ilegales de aguacate surgen tras incendios provocados con el objetivo de facilitar el cambio de uso de suelo. El estudio recoge testimonios de comunidades purépechas y evidencia prácticas sistemáticas de despojo, acompañadas de omisión gubernamental y complicidad institucional.
Para las comunidades indígenas, el fuego también significa amenaza directa. No solo por el riesgo ambiental, sino por la intimidación territorial: grupos armados provocan incendios como castigo a las comunidades que rechazan la tala ilegal o el control criminal. En Cherán, los comuneros han enfrentado durante más de una década a redes de taladores respaldados por el crimen. En ocasiones, tras ser expulsados, estos grupos regresan con fuego como represalia.
Pese a las denuncias, la respuesta oficial ha sido tibia. Las autoridades ambientales reconocen la presencia de incendios provocados, pero no persiguen penalmente a los responsables, ni implementan controles estrictos sobre las nuevas huertas que surgen en terrenos previamente quemados. La omisión es doble: no se evita el daño ni se sanciona a quienes lo perpetúan.
Michoacán arde cada temporada no solo por el clima, sino por la codicia. El fuego no es accidente, es estrategia. Y en muchos casos, quienes lo encienden no se esconden: tienen maquinaria, escoltas y compradores. El crimen organizado ha aprendido que el bosque no necesita balas para rendirse, basta con fuego y silencio institucional.
Si las autoridades no impiden el cambio ilegal de uso de suelo tras los incendios, si no persiguen a quienes provocan el daño y si no protegen a quienes denuncian, entonces no están combatiendo el crimen, están compartiendo el botín.