Los niños del sicariato: reclutamiento armado desde las escuelas rurales de Michoacán
evangelio | 29 junio, 2025

En la Tierra Caliente y otras regiones rurales de Michoacán, ser niño ya no garantiza jugar.

En comunidades como Apatzingán, Churumuco o Buenavista, la infancia ha sido interceptada por una violencia que no distingue edad, ni espera madurez.

En estos territorios donde la presencia del Estado es escasa y la del crimen absoluto, niñas, niños y adolescentes han sido integrados, de forma directa o por omisión, a las estructuras delictivas que controlan caminos, cosechas, rutas y vidas.

El reclutamiento de menores por parte de grupos criminales no es una hipótesis, ni un mito rural.

Es una realidad que ha sido documentada por organizaciones especializadas en derechos de la infancia, como Reinserta, que han identificado un patrón de incorporación progresiva: desde los nueve o diez años, los niños pueden comenzar como vigilantes, conocidos como halcones, encargados de alertar sobre la presencia de autoridades o extraños.

Más adelante, asumen tareas como cuidar casas de seguridad, transportar recados o incluso armas.

Hacia los 15 o 16 años, muchos ya han sido entrenados en el uso de armas de fuego y participan en secuestros o asesinatos.

Estas dinámicas no son ajenas a los padres, ni a los maestros. En varios municipios, las escuelas han sido abandonadas no solo por la falta de condiciones, sino por el miedo.

Las comunidades conocen los riesgos. Algunos padres, ante la amenaza, han optado por el desplazamiento forzado.

En municipios como Apatzingán, miles de familias han huido en los últimos tres años.

Según datos documentados por organizaciones civiles como la Red por los Derechos de la Infancia en México (REDIM) y Reinserta, hasta un 70 por ciento de los desplazados en estos contextos corresponde a menores de edad.

Huyen no solo del fuego cruzado, sino de la posibilidad de que sus hijos terminen formando parte de los grupos armados que controlan su región.

La entrada de los niños a las filas del crimen organizado no ocurre siempre a través de la violencia explícita.

En muchas ocasiones, el reclutamiento se da por medio de dádivas pequeñas: un celular, una gorra, un paseo en motocicleta.

En zonas donde el acceso a servicios básicos es limitado y donde el futuro es una idea remota, estas ofertas bastan para sembrar pertenencia.

La ausencia de programas sociales efectivos, de vigilancia institucional y de oportunidades educativas consolida un terreno fértil para que el crimen reclute sin resistencia.

Lo más alarmante es que esta normalización ha alcanzado incluso las formas de juego.

En comunidades del oriente del estado, los niños no simulan ser superhéroes o deportistas. Simulan ser sicarios.

Forman “comandos”, se reparten roles, imitan armas y reproducen escenas de emboscadas y levantones. Esta distorsión ha dejado consecuencias reales.

En Zitácuaro, un niño de 11 años murió en 2024 tras recibir un disparo accidental mientras él y su amigo “jugaban a los sicarios”.

El arma, propiedad de un adulto cercano, estaba al alcance de los menores. El caso fue confirmado por autoridades locales y se convirtió en un espejo brutal del entorno en que muchos menores están creciendo.

Mientras tanto, el Estado mexicano no ha desarrollado un mecanismo eficaz para prevenir, detectar y atender estos casos.

No existe una estrategia nacional para rescatar a menores reclutados, ni protocolos funcionales de intervención temprana en las comunidades más afectadas.

Las intervenciones suelen llegar después, cuando el daño ya está hecho y el niño ha dejado de ser víctima para convertirse, a los ojos del sistema, en agresor.

En Michoacán, la infancia no solo está en riesgo. En muchos lugares, ya ha sido arrebatada.

Y mientras la atención institucional se diluye entre cifras y burocracia, miles de niños siguen creciendo con un arma más cerca que un cuaderno, con la obediencia a un jefe de plaza más fuerte que cualquier regla escolar, y con un futuro escrito no en papel, sino en pólvora.

 

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