En el siglo XI, la inspiración en la arquitectura romana antigua llevó a la resurrección de la construcción en piedra y la adopción de elementos arquitectónicos como el arco de medio punto y las bóvedas de cañón y aristas.
Las catedrales góticas florecieron como máximas expresiones de la cultura medieval, destacando tanto por su esplendor como por la complejidad y el costo de su construcción, cuyos protagonistas fueron los masones, cuya especialización técnica y división del trabajo eran esenciales.
Durante la era románica, los masones trabajaban con precisos instrumentos, tallando piedras para muros y bóvedas, además, podían ser considerados escultores, creando figuras humanas, animales y elementos decorativos.
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Esos constructores eran trabajadores libres o “francos”, lo que llevó al término “freemason” en inglés, comenzando como aprendices, avanzando a oficiales tras demostrar habilidades en su oficio.
Las catedrales góticas representaban la culminación de diversas especialidades en la construcción, siendo el trabajo de los masones el principal, colocaban la primera y la última piedra del edificio, simbolizando su contribución a la representación de la obra de Dios en la tierra.
Los maestros constructores eran considerados como alquimistas capaces de convertir materiales simples en obras celestiales, un vínculo entre la humanidad y lo divino en el campo de la arquitectura.