México enfrenta una de sus crisis ambientales más persistentes y menos atendidas. En los últimos doce años, el país ha acumulado más de tres millones de litros de petróleo derramado, según datos de la Agencia de Seguridad, Energía y Ambiente (ASEA). Aunque el dato se cita con frecuencia en referencia a los gobiernos de Andrés Manuel López Obrador y Claudia Sheinbaum, el problema tiene raíces más profundas: comenzó a escalar durante la administración de Enrique Peña Nieto, cuando la infraestructura petrolera del país comenzó a mostrar un deterioro irreversible.
Entre 2013 y 2024 se documentaron más de 270 fugas y derrames de impacto moderado a severo, la mayoría en los estados de Tabasco, Veracruz y Campeche, donde la industria petrolera sostiene buena parte de su operación terrestre y marina. Sin embargo, especialistas advierten que las cifras oficiales podrían quedarse cortas, pues la ASEA y Pemex solo reportan los incidentes con denuncia formal o afectación visible.
Durante el sexenio de Peña Nieto, el país apostó por la apertura energética y la modernización de Pemex. Pero esa transición dejó rezagos en mantenimiento y supervisión ambiental, además de una caída del 29 % en la producción de crudo. En el sexenio siguiente, bajo López Obrador, la narrativa cambió: los derrames fueron atribuidos en parte al sabotaje y al robo de combustible, aunque las fugas industriales continuaron con el mismo patrón de opacidad y lentitud en la respuesta.
Hoy, ya bajo la administración de Sheinbaum, el desafío se mantiene. Los reportes de la ASEA muestran que el volumen de crudo vertido al medio ambiente se ha incrementado, con efectos que van más allá del daño ecológico: afectaciones a cultivos, pérdida de biodiversidad costera y graves impactos a comunidades pesqueras. En localidades como Ojital Viejo, Veracruz, los pobladores siguen viviendo entre charcos de petróleo, mientras los informes federales llegan meses después.
El problema es estructural y trasciende gobiernos. Refleja una política energética que prioriza la producción sobre la reparación, la rentabilidad sobre la conservación y la soberanía sobre la transparencia. Desde hace más de una década, los derrames se repiten con las mismas causas, ductos corroídos, refinerías obsoletas, falta de inversión ambiental, y con las mismas consecuencias: tierra y agua contaminadas, ecosistemas degradados y comunidades abandonadas.
México no puede seguir contabilizando litros derramados como un costo operativo. La magnitud del daño exige una revisión completa del modelo energético y ambiental del Estado, una que reconozca que el petróleo que alimenta al país también ha estado envenenando su suelo.