En Michoacán, el otoño no llega con frío, sino con color. Cada año, los campos del Bajío se tiñen de naranja y dorado para anunciar la cercanía del Día de Muertos. Entre la humedad del suelo y el murmullo de los surcos, el cempasúchil vuelve a florecer, y con él renace una tradición que une a los vivos con sus ausentes.
Desde Copándaro hasta Tarímbaro, las primeras flores comienzan a abrirse bajo el sol de octubre. Los productores miran con alivio una temporada que, tras semanas de lluvia constante, promete buena cosecha. A su lado, la pata de león, de tonos rojizos, completa el paisaje de transición entre el ciclo agrícola y el espiritual.
En estos pueblos, los campos no son solo cultivo: son calendario. Cuando el cempasúchil brota, todo el estado se prepara para la conmemoración más simbólica de México.
La flor que nació del sol
El cempasúchil, del náhuatl cempohualxóchitl, “flor de veinte pétalos”, acompaña la historia de México desde hace más de dos mil años. En las civilizaciones mesoamericanas se le ofrecía a los muertos como guía luminosa en su camino al más allá. Su color representaba al sol, y su aroma, el hilo invisible entre la vida y la muerte.
Con la llegada de los españoles, esta flor sobrevivió al sincretismo religioso: el Día de Todos los Santos y Fieles Difuntos absorbió su simbolismo indígena, y así nació el Día de Muertos como hoy se conoce. En Michoacán, especialmente entre las comunidades purépechas, el rito se transformó en una expresión de resistencia cultural. La Noche de Ánimas, como la llaman en Janitzio y Tzintzuntzan, es una celebración donde los cementerios se iluminan con el resplandor naranja que, según la creencia, guía a las almas de regreso a casa.
El ciclo agrícola del recuerdo
El cultivo del cempasúchil define buena parte del otoño rural. En Michoacán, los campesinos siembran entre julio y agosto, confiando en que el clima les permita cosechar a tiempo. Este 2025, las lluvias abundantes fueron estables, y los productores estiman un corte entre el 25 y el 28 de octubre, justo antes de que la flor alcance su máximo esplendor.
Municipios como Copándaro, Tarímbaro, Cuitzeo y Charo encabezan la producción estatal. Sus flores viajan hacia los mercados de Morelia, Pátzcuaro y la Ciudad de México, donde se convierten en ofrendas, guirnaldas o tapetes que adornan altares.
A lo largo del siglo XX, la siembra del cempasúchil se consolidó como una actividad clave en la economía rural michoacana. En la actualidad, México produce más de 27 mil toneladas anuales, y cerca del 90 % proviene de Puebla, Estado de México, Guerrero y Michoacán. Sin embargo, gran parte de esa producción sigue dependiendo de pequeños agricultores que, con herramientas sencillas, sostienen una tradición que resiste el tiempo.
Turismo, clima y transformación
En los últimos años, los campos de flor se han convertido también en escenarios de turismo cultural. Familias, fotógrafos y visitantes recorren los surcos encendidos, buscando capturar el momento en que la tierra parece respirar luz. Esta nueva visibilidad beneficia a los productores, pero también plantea un desafío: preservar el equilibrio entre la promoción y la autenticidad.
El cambio climático, además, amenaza los ritmos de la tradición. Las lluvias fuera de temporada, las heladas tempranas y las olas de calor alteran el ciclo de floración. Cada año, sembrar cempasúchil es un acto de esperanza: confiar en que el tiempo no rompa la continuidad de una práctica que sostiene tanto la economía como la identidad de una región entera.
Una tradición que florece con memoria
El Día de Muertos, declarado Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad por la UNESCO en 2008, es más que una fecha: es un lenguaje nacional. En Michoacán, esa voz tiene aroma, textura y color. La flor del sol no solo ilumina altares, sino también los caminos rurales donde las generaciones aprenden que la memoria se siembra igual que la tierra: con paciencia, con trabajo, con amor.
Cada pétalo que se abre en los campos del Bajío michoacano es una pequeña llama que mantiene viva la promesa del regreso. Porque cuando el cempasúchil florece, no solo vuelve la temporada de muertos: vuelve el país a encontrarse con lo que fue, con lo que recuerda y con lo que aún florece en su raíz.