“No queremos ser otro alcalde asesinado”. La frase no fue una consigna política ni un recurso retórico: fue un grito de supervivencia. Anoche, tras el atentado contra fuerzas municipales, en donde una agente quedó gravemente herida, Carlos Manzo recurrió a las redes sociales para lanzar un mensaje directo a Omar García Harfuch, secretario de Seguridad federal. En esa declaración caben la vulnerabilidad de Uruapan, la fragilidad de sus instituciones y la normalización de la violencia que atraviesa a Michoacán.
Lo ocurrido no surge de la nada. Apenas el domingo pasado otro policía municipal fue ejecutado en un retén, un hecho que sacudió el orden local: obligó a suspender las fiestas patrias y derivó en la clausura simbólica del teleférico, el proyecto insignia del estado. Ese movimiento convirtió la violencia en un acto político, una medida de presión que colocó a la Federación en el centro de la exigencia. En los días siguientes, el alcalde se reunió con el secretario de Gobierno de Michoacán y con el fiscal estatal. De esas mesas surgieron compromisos para reforzar la seguridad y garantizar investigaciones, condición para liberar nuevamente los trabajos del teleférico. Pero apenas tres días después, el asesinato de otra policía municipal volvió a romper la ilusión de control.
El reclamo tampoco es improvisado. Desde hace un año Manzo ha hecho advertencias públicas sobre la presencia de grupos armados con entrenamiento militar y armamento de alto poder en Uruapan, además de insistir en que la Federación ha dejado solos a los municipios. Sus palabras de anoche son el punto más álgido de una serie de llamados que hasta ahora no han encontrado una respuesta contundente.
Los datos subrayan el contexto. Uruapan figura entre las ciudades más peligrosas de México: según la última encuesta del INEGI, casi nueve de cada diez habitantes se sienten inseguros. Es la cuarta ciudad con mayor percepción de inseguridad en el país, y con una tasa de homicidios cercana a 55 por cada 100 mil habitantes, se ubica también entre las más violentas del mundo. En los primeros tres meses de 2025, la Fiscalía estatal registró más de 1,200 delitos en Uruapan, consolidando su lugar como el segundo municipio con mayor incidencia en Michoacán, solo detrás de Morelia.
De ahí que su advertencia de no querer ser “otro alcalde asesinado” cobre un peso aún mayor. No es una frase aislada: se inserta en una realidad que Michoacán conoce demasiado bien. En lo que va de 2025, tres presidentes municipales han sido ejecutados, en Churumuco, Tacámbaro y Tepalcatepec, y en la actual administración estatal la cifra asciende al menos a seis. Desde 2017, suman por lo menos ocho alcaldes en funciones y uno con licencia. Es un patrón repetido que convierte el temor de Uruapan en un eco de lo que ha pasado ya demasiadas veces.
La secuencia de estos días es un espejo de esa realidad: dos policías asesinados en menos de una semana, un teleférico clausurado como medida de presión política, acuerdos de seguridad que se desmoronan en cuestión de horas, y un alcalde que, frente a la cámara, advierte que teme convertirse en la siguiente víctima. La frase “no queremos ser otro alcalde asesinado” ya no es una hipérbole: es la expresión exacta de lo que significa hacer política municipal en Michoacán hoy.