En Michoacán operan más de 300 centros residenciales para atención de adicciones, conocidos comúnmente como “anexos”. De estos, solo una fracción está formalmente registrada ante la Junta de Asistencia Privada del estado o cuenta con licencia sanitaria. Según cifras públicas, únicamente 72 centros en la entidad aparecen como registrados, y de ellos, menos de 10 cumplen con todos los requisitos legales. Esto significa que la gran mayoría de los espacios donde se interna a personas con consumo problemático, incluidos adolescentes, funciona en la opacidad, sin regulación educativa, sanitaria ni institucional.
La situación se vuelve más grave cuando se trata de menores de edad. En Michoacán, no existe un padrón público de adolescentes internados en estos centros. Tampoco hay protocolos específicos de seguimiento educativo, ni lineamientos que garanticen la continuidad escolar de quienes son ingresados por decisión familiar o comunitaria. Muchos pasan semanas o meses sin clases, sin maestros y sin contacto alguno con el sistema educativo.
La Ley General de Salud Mental, reformada en 2022, establece con claridad que toda persona internada debe tener acceso no solo a tratamiento integral, sino también a educación acorde con su etapa de vida. A nivel estatal, la Ley de Salud Mental de Michoacán y la Ley Contra las Adicciones obligan a que estos centros cuenten con autorización sanitaria, personal capacitado y seguimiento institucional. La legislación educativa del estado también garantiza el derecho a la educación para toda persona, sin importar su contexto. Sin embargo, el cumplimiento de estas normas es prácticamente nulo.
La Comisión Estatal de Derechos Humanos ha documentado, en diversos informes, graves omisiones en varios anexos de la entidad: puertas cerradas, personal sin formación profesional y adolescentes completamente desconectados del sistema escolar. A pesar de ello, ni la Secretaría de Salud ni la Secretaría de Educación cuentan con registros o protocolos específicos para atender este vacío. Los programas estatales de reinserción educativa suelen estar dirigidos a jóvenes en conflicto con la ley o en situación de calle, pero no contemplan a quienes se encuentran internados en centros “voluntarios” de rehabilitación.
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A nivel nacional, el panorama no es mejor. De acuerdo con la Comisión Nacional contra las Adicciones (CONADIC), en México existen más de 2,200 centros residenciales para atención de adicciones, pero solo 582 cuentan con certificación oficial. Esto significa que al menos 7 de cada 10 funcionan sin supervisión sanitaria federal. La mayoría no ofrece condiciones mínimas para garantizar derechos básicos como la educación. La Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH), en su Informe Especial sobre Centros de Rehabilitación no Gubernamentales, advirtió que el 95 % de los lugares visitados no cumplían con condiciones adecuadas, y señaló entre sus principales preocupaciones la ausencia total de acceso a la educación.
Organizaciones civiles han denunciado que en estados como Guanajuato, Baja California y Michoacán, adolescentes internados en anexos pueden pasar entre tres y doce meses sin recibir un solo día de clase. La falta de mecanismos para reincorporarlos al sistema escolar una vez que egresan multiplica la posibilidad de exclusión social, rezago académico o reincidencia en adicciones. La educación, cuando no es atendida desde el primer momento, se convierte en un derecho cancelado de facto.
En Michoacán, la cancelación del derecho a la educación en los centros de rehabilitación no puede atribuirse únicamente a las instituciones públicas. Si bien las autoridades carecen de mecanismos eficaces para censar, supervisar y garantizar la continuidad educativa de los adolescentes internados, también recae una parte sustancial de responsabilidad en los operadores de los propios anexos. Muchos funcionan sin autorización, sin rendición de cuentas y sin voluntad de integrar procesos formativos en su modelo de atención. Bajo el argumento de ser espacios privados o de “ayuda”, evaden obligaciones mínimas en materia de derechos. En conjunto, la falta de regulación efectiva y la omisión deliberada de quienes administran estos centros perpetúan un modelo que aísla, desconecta y empobrece las posibilidades de reintegración real para cientos de jóvenes.
Sin maestros. Sin registro. Sin seguimiento. Sin futuro. Bajo la idea de rehabilitación, lo que persiste es un sistema de encierro que priva a cientos de adolescentes de su derecho a aprender, a desarrollarse y a reconstruir su vida con herramientas reales. Porque en los anexos de Michoacán, la educación sigue siendo la gran ausente.