Ruta sin retorno: cuando el transporte público se convierte en brazo funcional del crimen organizado en Michoacán
evangelio | 28 junio, 2025

En Michoacán, abordar un taxi ya no es un acto neutral. En ciudades como Morelia, Uruapan, Apatzingán y Zitácuaro, el transporte público ha dejado de ser un espacio seguro para convertirse, en distintos casos, en una extensión funcional del crimen organizado. Desde desapariciones hasta traslados forzados y extorsiones, los taxis han sido señalados como parte del engranaje de violencia que opera impune en el estado.

En Morelia, la desaparición de Abril Ávalos en 2022 marcó un punto de inflexión. La joven fue vista por última vez al abordar un taxi en la colonia Nueva Valladolid. Su familia asegura que se trataba de una unidad perteneciente a una base establecida, pero ni el vehículo ni el conductor fueron identificados. Hasta hoy, su paradero es desconocido y la investigación, estancada.

Lo que antes eran rumores dispersos se ha vuelto una constante. En Uruapan, un ataque directo contra un taxi dejó tres pasajeros asesinados y una menor gravemente herida. El caso, documentado en medios nacionales, reveló que los agresores sabían exactamente a qué unidad apuntar, lo que sugiere un uso del servicio como medio de localización o traslado de blancos específicos.

La situación se repite en otras regiones. En Zitácuaro, recientemente, dos choferes fueron privados de su libertad en pleno turno. Las unidades desaparecieron junto con ellos, provocando la suspensión temporal del servicio en varias rutas. Los transportistas denunciaron amenazas directas si se atrevían a continuar trabajando sin el aval de ciertos grupos. Hasta el momento, no hay detenidos ni rastros de los desaparecidos.

Incluso fuera del estado, los vínculos de estas dinámicas con Michoacán son evidentes. En octubre de 2024, la Fiscalía del Estado de México detuvo a seis personas, varias de ellas taxistas, acusadas de participar en el secuestro de un funcionario municipal en Temascalcingo. Las investigaciones apuntaron a órdenes dictadas desde la cúpula de la Familia Michoacana, con operaciones que cruzaban límites estatales pero replicaban métodos bien conocidos: uso del transporte público para vigilancia, traslado de víctimas y control territorial.

Sin criminalizar al gremio, es un hecho que la ausencia de filtros ha permitido que ciertos taxis dejen de ser parte del servicio público y pasen a cumplir funciones dentro del entramado delictivo. Choferes bajo amenaza, o coludidos, pueden ser obligados a seguir, vigilar o levantar a personas, mientras las bases operan sin protocolos de seguridad ni mecanismos eficaces de supervisión.

Las autoridades han anunciado operativos para revisar concesiones y aplicar sanciones, pero en el terreno, los pasajeros siguen abordando unidades sin certeza de quién conduce ni de adónde realmente se dirigen. La Fiscalía General del Estado ha recibido denuncias, pero en muchos casos las placas son apócrifas, los choferes desaparecen y los registros se borran.

Mientras tanto, en los barrios más golpeados por la violencia, los taxis han dejado de ser opción. Para muchas familias, representan el último rastro de un ser querido. Y en una tierra donde el silencio pesa más que la denuncia, el volante puede estar en manos de cualquiera, menos del Estado.

El transporte público no puede seguir siendo un territorio sin ley. La seguridad de un pasajero no debería depender de la suerte, sino de un sistema funcional, auditado y libre de captura criminal. En Michoacán, volver a confiar en un taxi exige más que promesas: requiere acción firme, control verdadero y memoria viva de los que nunca llegaron a su destino.

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