A comienzos de 2024, un fenómeno tan inquietante como surrealista invadió las redes sociales: imágenes hiperrealistas de crustáceos con el rostro de Jesús, bautizadas como Shrimp Jesus.
Lo que parecía un simple juego visual pronto se convirtió en una señal de alerta. Generadas por inteligencia artificial, estas imágenes acumularon decenas de miles de interacciones y expusieron la fragilidad de un internet cada vez más controlado por algoritmos y bots.
El debate no es nuevo. Desde 2021 circula la llamada “teoría de la Internet muerta”, que sostiene que gran parte del tráfico y del contenido en línea ya no es humano.
Lo que comenzó como sospechas contra los rankings algorítmicos ha escalado con el auge de los grandes modelos de lenguaje capaces de producir textos, reseñas o comentarios en segundos. Si la interacción digital se traduce en dinero, la automatización masiva es el camino lógico.
Las cifras refuerzan la preocupación. El informe Bad Bot 2024 de Imperva reportó que casi la mitad del tráfico global era automatizado. En 2021 los bots representaban el 42,3% del movimiento en la red, en 2023 alcanzaron 49,6% y en 2025 ya superan la mayoría con el 51%.
La tendencia sugiere que a finales de la década podrían dominar por completo. Paralelamente, el internet humano se erosiona: el Pew Research Center calcula que el 38% de las páginas creadas en 2013 ya no existe, víctimas del llamado link rot.
El problema no se limita al entretenimiento. Una investigación de NewGuard en mayo de 2025 detectó más de mil sitios de noticias operados casi por completo por inteligencia artificial, 167 de ellos disfrazados de medios locales rusos que difundían desinformación sobre la guerra en Ucrania.
La degradación alcanza incluso a la memoria digital: con menos archivos históricos disponibles y más contenido automatizado, la verificación y reconstrucción del contexto se vuelve cada vez más difícil.
Incluso Sam Altman, CEO de OpenAI, reconoció recientemente que Twitter está lleno de cuentas operadas por modelos de lenguaje. Una ironía para la empresa que popularizó este tipo de herramientas.
Y aunque el uso personal, mensajes entre amigos o publicaciones privadas, persista, distinguir entre lo humano y lo artificial será cada vez más complejo.
La respuesta, coinciden especialistas, debe ser social, técnica y regulatoria. Plataformas con controles más estrictos, marcas de agua digitales, archivos web reforzados y hábitos de consumo más críticos son pasos necesarios.
Para los usuarios, la higiene digital pasa por desconfiar de cuentas sospechosas, evitar compartir sin leer y aplicar búsquedas inversas cuando algo parezca demasiado perfecto.
La cultura también acusa el impacto: muchos creadores afinan sus textos para complacer al algoritmo más que a lectores humanos. La creatividad se adapta a moldes artificiales y la sensación de escribir para máquinas gana terreno.
No obstante, aún queda espacio para defender lo vivo. La libertad de publicar y compartir sigue siendo el núcleo de la red. Aunque los bots marquen el ritmo, preservar la voz humana se convierte en un acto de resistencia.