Durante años, el término “terrorismo” parecía reservado para otros continentes, otros conflictos, otras lógicas. Pero en Michoacán, la violencia ha adoptado formas que obligan a reconsiderar las categorías con las que se describe el conflicto. La reciente detonación de un coche bomba en Coahuayana, sumada al uso sistemático de explosivos improvisados, drones armados y minas terrestres, revela que el estado enfrenta métodos que se acercan peligrosamente a tácticas de terrorismo, aunque se ejecuten bajo la bandera de organizaciones criminales.
La discusión no es meramente semántica. La naturaleza de los ataques, su potencia destructiva, su intención simbólica y su capacidad para alterar la vida pública, coloca a Michoacán en un nivel de riesgo distinto al habitual. Los explosivos no solo buscan eliminar objetivos; buscan modificar el comportamiento social, paralizar instituciones y sembrar un miedo que trasciende a las víctimas directas.
Un territorio que se convirtió en laboratorio violento
Desde 2010, Michoacán ha sido escenario de los primeros coches bomba asociados al crimen organizado en México. La detonación de Ciudad Hidalgo marcó un antes y un después: por primera vez, un grupo criminal utilizó una táctica propia de insurgencias y conflictos armados. En la década posterior, la violencia no desapareció, pero mutó hacia otras expresiones: bloqueos carreteros, incendios de vehículos, ejecuciones colectivas y ataques a corporaciones policiales.
El verdadero punto de quiebre llegó entre 2020 y 2023, cuando el estado registró el mayor repunte de artefactos explosivos improvisados del país. Las autoridades federales han asegurado minas terrestres, granadas adaptadas, drones con cargas explosivas y dispositivos con características de uso militar. Tierra Caliente, la Sierra–Costa y el corredor hacia Colima se convirtieron en escenarios de pruebas tácticas con tecnología bélica artesanal.
¿Por qué Michoacán?
Michoacán reúne una combinación de factores que explican esta evolución. La disputa constante por corredores estratégicos en la franja costera, clave para el tráfico de metanfetamina y precursores químicos, ha convertido a la región en un foco de tensión permanente. A esto se suma la fragmentación criminal, donde ningún grupo logra un dominio absoluto y la competencia se vuelve cada vez más agresiva. En paralelo, la presencia simultánea de policías comunitarias, autodefensas residuales y fuerzas estatales y federales genera un entramado híbrido que dificulta el control territorial. Todo esto ocurre en un entorno montañoso que facilita la movilidad, el ocultamiento y la instalación de explosivos en áreas de difícil acceso. Esta mezcla convierte a Michoacán en un terreno donde la violencia adopta formas cada vez más complejas y donde los artefactos explosivos operan como herramienta táctica y como mensaje político.
El terrorismo como estrategia de control social
A diferencia de un ataque criminal convencional, el terrorismo, aun sin etiqueta oficial, busca alterar la estabilidad emocional de una comunidad. En Coahuayana, el coche bomba no solo destruyó un espacio físico: quebró la percepción de seguridad, paralizó actividades comerciales y generó un clima de incertidumbre que se extendió por toda la franja costera.
Las minas terrestres colocadas en Aguililla, los drones explosivos en Tepalcatepec y los ataques con cargas improvisadas en Coalcomán responden a la misma lógica: controlar territorios no solo por fuerza, sino por miedo. La violencia deja de ser transacción y se convierte en mensaje.
El Estado frente a una mutación que avanza más rápido
La reacción institucional es compleja. La mayoría de los municipios afectados carece de capacidades técnicas, equipos antibomba, personal especializado o infraestructura para análisis forense de explosivos. Cada ataque obliga a depender de despliegues federales temporales que raramente modifican el equilibrio criminal.
Además, la legislación mexicana no siempre define con claridad cuándo una acción violenta puede clasificarse como terrorismo, especialmente cuando los actores no buscan reivindicación ideológica, sino control delictivo. Este vacío conceptual complica la respuesta penal, militar y preventiva.
Lo que vive Michoacán no es aún un conflicto insurgente, pero ya no puede entenderse únicamente como una disputa criminal. La adopción de tácticas explosivas, la construcción de armamento artesanal y la intención de generar terror social colocan al estado en una zona gris donde la violencia adquiere rasgos de guerra irregular.
La gran interrogante es si este ciclo es un episodio aislado o el inicio de una etapa más profunda. En un territorio donde la violencia aprende, se adapta y se perfecciona, cada coche bomba, cada dron, cada mina es más que un ataque: es un recordatorio de que las fronteras entre crimen y terrorismo pueden desdibujarse rápido cuando las condiciones territoriales y políticas lo permiten.
Michoacán, una vez más, está frente a esa frontera. Y lo preocupante no es que ya la haya cruzado, sino que quizá no exista un camino sencillo para volver.