El ataque armado ocurrido el 6 de mayo en una carretera de Badiraguato, Sinaloa, continúa generando interrogantes sobre los protocolos militares en operaciones de alta tensión.
Las investigaciones, cuyos detalles han salido a la luz en semanas recientes, señalan que un convoy del 42º Batallón de Infantería realizó 119 disparos, de los cuales 38 impactaron en la camioneta donde viajaba una familia.
Dos niñas, de 11 y 7 años, murieron en la batea del vehículo; otros dos menores y dos adultos resultaron heridos. Aunque los hechos se produjeron en una zona donde persiste una pugna entre facciones del crimen organizado, los elementos disponibles apuntan a una confusión que derivó en el uso excesivo de la fuerza.
El caso quedó inicialmente envuelto en una narrativa oficial que hablaba de un enfrentamiento y de fuego cruzado. Sin embargo, los testimonios de los sobrevivientes y las declaraciones posteriores de algunos soldados no sostienen esa versión.
La mayor parte de los uniformados involucrados reconoció haber disparado sin confirmar agresión directa desde el vehículo familiar; varios afirmaron haber escuchado detonaciones procedentes de una elevación cercana, mientras otros señalaron no haber percibido ataque previo.
El conteo de municiones reveló cuántos participaron realmente y cuántos disparos realizó cada unidad del convoy.
A pesar de la gravedad del episodio, las autoridades han dado respuestas escasas o fragmentadas. La investigación avanza por dos vías -civil y militar- pero sin claridad pública sobre la situación jurídica de todos los involucrados ni sobre las razones por las que algunos quedaron en libertad meses después.
Este silencio oficial se suma a otros eventos recientes donde la actuación castrense ha sido cuestionada, reforzando la percepción de que persisten inconsistencias entre los protocolos anunciados y lo que ocurre en terreno, especialmente en zonas bajo presión del crimen organizado.