Las tradiciones no solo son rituales heredados, también constituyen la base moral y simbólica que organiza la vida en sociedad.
El peso de la costumbre, enraizado en lo más profundo de la historia humana, ha dado sentido al tiempo, al calendario y a los valores colectivos que seguimos celebrando hasta hoy.
Ejemplos como la Navidad muestran cómo las festividades han trascendido lo religioso para mantener un mismo trasfondo: el renacer de la vida en torno al solsticio de invierno.
Desde la Saturnalia romana, pasando por el culto al Sol Invicto o los ritos neolíticos que celebraban la luz tras la noche más larga del año, la humanidad ha encontrado en diciembre un motivo para festejar, compartir y proyectar esperanza.
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Algo similar ocurre con Halloween, que tiene raíces en el Samhain celta, una celebración con más de 3,000 años de historia.
Con el tiempo, la Iglesia adaptó esta fecha al calendario cristiano estableciendo el Día de Todos los Santos en el 1 de noviembre. Hoy, ambas tradiciones conviven, mostrando que las costumbres se transforman, pero rara vez desaparecen.
La fuerza de las tradiciones es tan persistente que terminan influyendo en nuestra ética y moral colectiva.
Son costumbres que justifican la manera en que vivimos, celebramos y nos relacionamos. Lejos de ser simples rituales, son un espejo de nuestra identidad cultural y de la forma en que entendemos el paso del tiempo y la pertenencia social.