El fin de semana no se rompió solo una agenda cívica: se alteró la ecuación política de una obra que el Gobierno de Michoacán vende como transformadora. Tras el ataque del 14 de septiembre en el que un policía municipal fue asesinado, el alcalde Carlos Manzo canceló el Grito y el desfile del 16 de septiembre. La decisión no obedeció a coyunturas menores: el propio edil lo dijo de forma explícita, no había condiciones de seguridad en Uruapan. Por primera vez en años, la segunda ciudad más poblada del estado suspendió las celebraciones patrias por violencia, en un gesto que evidenció la gravedad del momento y la vulnerabilidad de las instituciones locales.
Con esa misma lógica de emergencia, Manzo dio un paso más: ordenó suspender los trabajos del teleférico y clausuró simbólicamente la primera estación, condicionando la continuidad de la obra a que el Estado y la Federación respondan con capturas, sanciones y compromisos visibles frente a los grupos criminales que operan en la región. No se trataba solo de un acto administrativo, sino de convertir un proyecto de movilidad en palanca política para forzar la discusión sobre seguridad.
La reacción estatal no se hizo esperar. La secretaria de Desarrollo Urbano y Movilidad defendió que la obra no se ha detenido, presumió que el tendido de cable ya está en marcha y que en diciembre arrancarían pruebas en vacío, con miras a la certificación. El gobernador Alfredo Ramírez Bedolla fue más directo: acusó al alcalde de “sacrificar al pueblo” si bloquea un proyecto que, además de movilidad, representa empleos y obras complementarias en barrios históricos de Uruapan. Pero el choque ya estaba instalado y abrió una pregunta mayor: ¿qué pasa si el municipio sostiene la presión?
La postura del alcalde no surge en el vacío. Uruapan es uno de los municipios más violentos de Michoacán y del país, con tasas de homicidio doloso que lo han colocado en diversas ocasiones entre las ciudades más peligrosas del mundo en proporción a su población. Los ataques contra policías municipales se han vuelto recurrentes y la percepción ciudadana de inseguridad está por encima del promedio estatal. En ese contexto, la decisión de suspender festejos y condicionar obras no es un mero arrebato, sino un intento de responder a un entorno donde la violencia marca los ritmos de la vida pública.
En lo jurídico, el Ayuntamiento no tiene facultades para cancelar unilateralmente una obra estatal ya contratada. Sin embargo, sí dispone de herramientas para complicar su curso: dictámenes de construcción, licencias municipales, permisos de uso de suelo y facultades de clausura administrativa. En la práctica, eso significa que el teleférico puede seguir avanzando en lo grueso bajo impulso estatal, pero tropezar en detalles operativos y urbanos si el municipio decide no cooperar. Una confrontación prolongada podría derivar en litigios administrativos, retrasos en la apertura o costos adicionales para el erario.
Mantener esta postura coloca a Uruapan en una ruta de alto riesgo y alto costo. Por un lado, la seguridad se convierte en moneda política: sin garantías, no hay rituales ni movilidad nueva. Por otro, existe el peligro de que la medida se perciba como un gesto simbólico si no se traduce en resultados concretos. El propio alcalde ha dicho que asumirá el costo político y económico de estas decisiones, lo que revela que es consciente de que su estrategia no es inocua. Al mismo tiempo, al escoger el teleférico, una de las obras más visibles del sexenio, Manzo busca darle máxima fuerza a su denuncia. Pero esa fuerza puede revertirse si la ciudadanía, cansada de promesas incumplidas, comienza a ver más bloqueo que solución.
Lo que está en juego no se limita a una obra de transporte: es la credibilidad de las instituciones. Si el municipio logra convertir la presión en un pacto real con el Estado y la Federación con más presencia, más detenciones y una estrategia clara de seguridad, la medida habrá valido el costo. Si no, quedará como ejemplo de cómo la violencia puede paralizar tanto lo simbólico como lo material, desde un Grito de Independencia hasta un proyecto multimillonario de infraestructura.
La suspensión del Grito marcó un antes y un después. Uruapan reconoció de manera abierta que la violencia anuló la posibilidad de celebrar su noche más patriótica, y esa decisión dio paso a la suspensión del teleférico como extensión lógica de un mismo mensaje: sin seguridad no hay rituales, pero tampoco futuro urbano. La ciudad se encuentra así en una encrucijada: o convierte esta crisis en un catalizador de coordinación entre niveles de gobierno, o queda atrapada en el círculo de clausuras, litigios y parálisis que la violencia impone día con día.